De “El olor, el humo y el sudor de un casino son nauseabundos a las tres de la mañana. La erosión del alma que producen las grandes apuestas se hace entonces insoportable” a “No he hecho público nada que ponga en peligro a personas. Creo que los Gobiernos europeos me tienen miedo” no solo hay un salto temporal de más de seis décadas, sino también un enorme viaje entre la ficción y la realidad. Un viaje entre la primera frase de Casino Royale, la primera novela protagonizada por James Bond, que su creador, Ian Fleming, publicó en 1952 y que así inició la leyenda del espía glamuroso, a la última entrevista publicada en EL PAÍS (en septiembre de 2019) con Edward Snowden, experto en seguridad informática de la CIA y autor en 2013 de una de las mayores filtraciones de secretos de Estado de la historia cuando sacó a la luz el programa de vigilancia masiva a escala mundial por parte de la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense. Para unos, un héroe, un alertador; para otros, un villano, un chivato.
Este juego de espejos, esta doble cara del espionaje, de quién es espía y quién espiado, quién es un patriota y quién un traidor, está en la base de Top Secret. Cine y espionaje, la exposición que arranca en el CaixaForum de Madrid su estancia española (posteriormente irá a Barcelona, Zaragoza, Sevilla y Valencia) y que procede de la Cinémathèque francesa. En Top Secret se habla de espionaje real, del que genera gloriosa ficción y de cómo ambos se han retroalimentado. Al igual que ocurrió con la Mafia y El padrino (los criminales italoamericanos decidieron adoptar las maneras y el vestuario con el que aparecían caracterizados en pantalla), el espionaje y el cine han sido vasos comunicantes desde el nacimiento del segundo, hasta el punto de que, durante la Guerra Fría, los servicios secretos de cada bando veían las películas creadas por su oponente para dilucidar su estado de ánimo y aprender de sus métodos.
Ahondando en lo filosófico, “los actores espían para construir sus personajes y los espías tienen que interpretar en sus misiones encubiertas, ciertos artilugios del espionaje fílmico y la tecnología usada en la vida real por los servicios secretos han acabado siendo los mismos, e incluso los directores usan sistemas de grabación de sonidos y de imágenes para escenificar lo que quieren contar, como los agentes”, explica Alexandra Midal, profesora de arte y diseño en la Universidad HEAD de Ginebra, comisaria de la muestra junto a Matthieu Orléan, de la Cinémathèque francesa.
En la exposición, completa y muy disfrutona, se pueden ver 270 piezas procedentes de 30 colecciones particulares e instituciones: carteles de cine, dibujos, pinturas, vídeos, instalaciones, fragmentos de películas, vestuario original fílmico como el esmoquin de Daniel Craig en Casino Royale, documentos históricos y numerosos cachivaches del espionaje auténtico. Y ahí están las joyas: un paraguas con punta de veneno con el que los servicios secretos búlgaros asesinaron a un disidente en 1978; relojes con grabadoras; pitilleras, bolsos (la única pieza procedente del espionaje chino) y mecheros que ocultan cámaras; una pipa con un dardo envenenado; monedas de un dólar y de un rublo con compartimentos para microfilmes; un tomavistas que en realidad hace fotografías por su lateral; un sombrero con pistolera diseñado por el británico MI6; zapatos con cuchilla retráctil, y el pintalabios Beso de la Muerte, bautizado así porque esconde una pistola de un solo tiro del calibre 6 milímetros.
También álbumes personales de la auténtica Mata Hari; conjuntos de maquillaje de la Stasi (los temibles servicios secretos de la República Democrática Alemana), y todo tipo de máquinas encriptadoras de mensajes: desde la mítica Enigma de la Segunda Guerra Mundial hasta la soviética Fialka, cuyos secretos nunca lograron desvelar las agencias occidentales. “Si está aquí es por Stéphanie M., una coleccionista que ha comprado material en el mercado negro de los Estados bálticos, moviéndose en las sombras con sumo cuidado”, apunta Midal, en otro juego metafórico de cajas chinas: para adquirir objetos de espionaje hay que comportarse como espías.
La muestra se divide en cinco bloques: Espionaje y cine, una historia de técnicas; Clandestinas de las grandes guerras; Guerras frías y gentlemen; Terrores y terroristas (década de 1970 a nuestros días), y ¿Todos espías? El ciudadano espía: perspectivas de futuro, probablemente el apartado que más temor provocará en los visitantes, ante la constatación de la imposibilidad de sustraerse a ser analizados y espiados. Entre las piezas, hay 16 obras de arte.
Una de las instalaciones artísticas ocupa una sala: es Probably Chelsea, en la que Heather Dewey-Hagborg construye 24 rostros completamente distintos de Chelsea Manning, a partir de ADN donado por la misma Manning y que fueron generados con algoritmos. Suponen una demostración evidente de que el ADN no sirve para recrear una cara. Cuatro dibujos de David Lynch abordan la complejidad de la mente humana, un cuadro de Andy Warhol (Star) retrata a Greta Garbo como Mata Hari, y el recorrido se abre con una inmensa lámpara de araña, obra del escultor y cineasta Cerith Wyn Evans, cuyo encendido y apagado narra, en código morse, el ensayo La part maudite, de Georges Bataille: tan importante es espiar como enviar el mensaje.
Otra instalación más curiosa ahonda en lo sencillo que resulta obtener datos personales. Un maletín con sellos de caucho con las diez huellas digitales de un alto funcionario es el resultado de una investigación artística francesa de 2006: su autor se acercó a una firma de libros del ministro de Interior de su país, y con una pluma estilográfica robó sus datos. ¿Nombre del ministro? Nicolas Sarkozy.
El espionaje moderno surgió a finales del siglo XIX, y por eso el paseo de Top Secret arranca en esas fechas. Una de las intenciones de los comisarios es desexualizar las labores de las espías, cuyo trabajo ha quedado marcado por la leyenda de la neerlandesa Mata Hari y el mito de la Honey Pot, la trampa de la miel, el uso del sexo para acceder a secretos de estado (la Honey Pot también puede ser entre homosexuales, pero ese recurso no apareció en el cine hasta bien avanzado el siglo XX). Las espías de la gran pantalla han sido durante décadas más femmes fatales que eficaces funcionarios de los cuerpos de seguridad, muy alejadas, por tanto, de la realidad.
Y entre esas espías laboriosas hubo artistas famosas, como Marlene Dietrich o Joséphine Baker, que durante la Segunda Guerra Mundial colaboraron con el bando aliado. O Hedy Lamarr, investigadora e inventora, una mujer renacentista que se ganó la vida como estrella de cine… y que por ello participó en películas del género analizado por la exposición, como Los conspiradores (1944), de Jean Negulesco, o la comedia Mi espía favorita (1951), con Bob Hope.
Como gran ejemplo de la simbiosis cine de espías-realidad, un fragmento de Los espías (1928), de Fritz Lang, muestra al personaje de una agente rusa llamada Sonya Baranilkowa. Sonya/Sonja sería el nombre de guerra adoptado por la alemana Ursula Kuczynski, una abnegada madre de familia en Oxford que pasó secretos nucleares sin ser nunca detenida. En 1950 logró viajar a Alemania del Este y convertirse en escritora. Así nació el mito de Sonja, la espía comunista más exitosa del siglo XX.
Más allá de la filmografía de Alfred Hitchcock y del personaje de James Bond, dos hitos del espionaje en el cine, en Top Secret hay 90 vídeos de películas y series de televisión, siete de ellos españoles. La Filmoteca Española y la Filmoteca de Catalunya han aportado esos fragmentos, para españolizar una muestra que refleja la labor fundamental de Juan Pujol, Garbo, durante la Segunda Guerra Mundial. Para bien o para mal, no hay rastro de Mortadelo, Filemón y su agencia TIA, ni del comisario Villarejo, el rey de las escuchas.
En su mudanza desde París, la exposición ha perdido algunas aportaciones del fructífero género francés de espías y una pieza muy curiosa que llamaba la atención en la capital francesa: una rata-bomba, falsa en su aspecto animal, real en su elemento criminal. “Su fragilidad ha impedido su traslado”, explica Orléan. Sí cuelga en una pared el cartel de promoción para ventas internacionales de Argo, la falsa película cuyo rodaje ficticio sirvió como tapadera para que la CIA pudiera entrar en Irán y rescatar a seis compatriotas escondidos tras la toma de la Embajada estadounidense en noviembre de 1979. La versión fílmica, dirigida y protagonizada por Ben Affleck, de aquella operación ganó el Oscar a mejor película en 2013.
El final deja un regusto amargo ante el debate sobre los whistleblowers en el siglo XXI. Para algunos, el término inglés señala a soplones y chivatos; para otros (y eso incluye a los comisarios de la muestra), se refiere a alertadores o denunciantes como Edward Snowden o Chelsea Manning, cuya labor cimenta la libertad y la democracia. Ellos son los últimos diques contra la desaparición de la intimidad en los tiempos digitales, un tesoro que ni siquiera se ha mantenido durante la exposición: al final se desvela que los visitantes también han sido espiados: el mundo digital no conoce fronteras ni secretos.
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