Pensemos en la clásica flamenca que, en una visión estereotipada de la españolidad, muchos ciudadanos tenían sobre el televisor, al lado de un torero: “Podría decirse que si es de plástico es kitsch, si es de Lladró es cursi y que si es una Barbie es camp”, dice Sergio Rubira, historiador del arte y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, tratando de explicar las conexiones entre unos conceptos a menudo intraducibles y que están recibiendo últimamente el interés de libros y exposiciones.
Todo ello es de cierto mal gusto, pero lo kitsch se relaciona con la sociedad de producción y consumo industrial; de hecho, fue estudiado por algunos de los pensadores que se preocuparon por la interacción de cultura e industria capitalistas, como Benjamin y Adorno (el novelista checo Milan Kundera dijo que las sociedades comunistas habían producido un kitsch todavía peor), y tiene también que ver con la copia, la mala copia, la copia degenerada. En cambio, lo camp “designa gestos y acciones de exagerado énfasis; a partir del pop, se utiliza para declarar tanto el mal gusto como el bueno”, según lo describe el filólogo experto en estudios de género Jordi Medel-Bao.
“La esencia de lo camp es el amor a lo no natural: al artificio y la exageración”, escribió la intelectual estadounidense Susan Sontag, cuya relación de amor-odio con el concepto le llevó a redactar su ensayo Notas sobre lo camp, publicado en 1964. Tal vez una diferencia es que lo camp es autoconsciente, se ríe de sí mismo y del absurdo de la sociedad que lo alberga. En 2019, la famosa gala del museo Metropolitan de Nueva York, a la que asisten algunas de las mayores celebridades mundiales, estuvo dedicada a la estética camp.
Cursilería española
Pero ¿qué es lo cursi? No es tema baladí: tiene fuertes implicaciones en el carácter español y su historia, e importancia en las cuestiones de clase y género y en las tensiones centro-periferia. Podría definirse como algo que denota un quiero y no puedo, aunque el concepto es difícil de aprehender, roza con lo hortera, lo kitsch, lo camp, lo rococó, lo sentimental, lo naíf, sin ser nada de eso, pero siéndolo todo un poco. Es la inversión en mal gusto del pretendido buen gusto. La exposición Elogio de lo cursi, comisariada por Rubira, que se puede ver en el centro cultural madrileño Centro Centro, trata de trazar una genealogía del concepto y exponer esta cultura visual con solera.
Rubira venía de estudiar a los dandis, los petimetres, los lechuguinos (imitadores del estilo francés en el vestir) cuando vio un filón en lo cursi: “Es una palabra muy difícil de traducir a otros idiomas. Fuera nunca entienden del todo lo que quiere decir”, explica el comisario, que añade: “Es, además, un concepto muy ligado al XIX español que, además de otras cosas, es un siglo muy cursi”. La cursilería está imbricada en lo político, por ejemplo, en la identidad nacional española, en contraste con la inglesa o la francesa: un cursi podía intentar escribir como un inglés o comportarse como un francés.
También con el género, ya que lo cursi se relacionaba con lo femenino: el cursi podía ser tachado de afeminado y las mujeres de cursis. Es curioso: el color cursi por excelencia no es el rosa, como ahora nos puede parecer, sino el azul. “El azul celeste era el color con el que se vestía a las niñas, porque la actual asignación del rosa a lo femenino sucede más tarde; el azul, además, era un color caro”, explica el comisario. En la exposición se pueden ver dos cuadros de los Madrazo de dos doncellas en tonos azules, que posan con perritos y tórtolas, símbolo de la pureza, muchas postales y abanicos donde aparecen jóvenes parejas en cortejo, muchas flores y gatos, muchos gatos, siempre gatos. Todo muy cursi.
Y, además, de conectarse con el género, tenía que ver con la clase. Los proletarios querían imitar a los burgueses, los burgueses (que aún no eran la clase dominante en España) a los aristócratas, y los aristócratas a los franceses, y todos eran cursis. “El imperio de la cursilería es uno de los peligros de la revolución. Significa la invasión por las masas del terreno artístico, poético, monumental e indumentario”, escribieron los conservadores Francisco Silvela y Santiago de Liniers en 1868, con motivo de la Revolución Gloriosa.
Lo cursi encarna la entrega desasosegada de España a las fuerzas de la modernidad: la incomodidad de pasar de un país premoderno y marginado a un incipiente capitalismo industrial y consumista (el kitsch llega precisamente con la sociedad masas y la gran producción). Así, “lo cursi es un fenómeno simultáneamente retrógrado y moderno”, explica Noël Valis, académica estadounidense de la Universidad de Yale estudiosa del asunto y autora de La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna (Machado Libros). Destaca Valis el carácter provinciano de lo cursi, que no solo conecta con fuerza a la clase media con la identidad nacional, sino que provoca una paradoja rara: que lo provinciano sea crucial en la modernidad. “En ese sentido, desplaza el énfasis habitual en la supuesta centralidad de Madrid para sugerir que lo provinciano es fundamental a nuestra comprensión de la modernidad española”, añade Vallis.
Conexiones latinas, ‘queer’ y trans
“No todos los homosexuales tienen gusto camp. Pero los homosexuales, con mucho, constituyen la vanguardia —y el público más articulado— de lo camp”, escribió Sontag en 1964. Lo cursi, lo kitsch y lo camp, han servido, curiosamente, como motor principal de los movimientos gays, lesbianos y queer, según se recoge en el reciente volumen Kitsch, cursi, camp y trans* en la literatura y las artes iberoamericanas (Icaria), coordinado por Jordi Medel-Bao. Ahí se proponen, por ejemplo, posibles sinónimos de cursi: hortera (España), pava (Venezuela), naco (México), mersa (Argentina), siútico (Chile), cheo (Cuba), huachafo (Perú) y lo cholo (Ecuador). Lo hortera, por cierto, que es ahora reivindicado en algunos eventos celebrados en España, como Horteralia, donde se congregan a artistas musicales excéntricos o risibles, como Ojete Calor, Samantha Hudson o Yola Berrocal.
A partir de los años 60 la estética camp dentro de las disciplinas del arte y literatura en Latinoamérica comienza a difundirse, al tiempo que se establece la cultura de masas y la liberación gay. “El camp corresponde a una sensibilidad artificiosa, un gusto, una manera de mirar, pero también se refiere a una cualidad perceptible en los objetos y en el comportamiento de las personas. Lo camp se caracteriza por su carácter artificioso y a su alta estetización, por su teatralidad y su exageración, y por el uso deliberado de lo kitsch, que lo lleva a ser el ‘buen gusto del mal gusto”, dice Medel-Bao. En la obra se afirma la existencia de una especie de “kitsch tropical” y kitsch latinoamericano que incluye lo rural, las tradiciones o lo familiar, pero también toda la cultura consumista estadounidense.
Y de ciertas disquisiciones preliminares sobre estos conceptos, el libro llega a la noción de trans, quizás en un sentido más amplio que el que normalmente solemos darle, y destilado de las filosofías de Deleuze y Guattari, Michel Foucault, Rosi Braidotti, o Judith Butler. Es un prefijo que “evoca el desplazamiento, el movimiento, el paso, la mutación de los valores propios de la sociedad contemporánea”. Algo que habla de la fluidez del mundo contemporáneo, donde se vive entre lo local y lo global, entre lo íntimo y lo colectivo, entre lo físico y lo digital, entre un pasado que no acaba y un futuro que no acaba de llegar, donde se desbordan los estados nación, o surgen los populismos, los negacionismos y las olas reaccionarias. “La noción de trans es una noción del ‘devenir’ y del reconocimiento de todas las probabilidades que se abren ante nosotros”, concluye el filólogo.
Lo cursi sigue muy presente en la tercera década del s. XXI. Hay quien dice que hoy todo es cursi, del mismo modo que todo es moderno. El gatito, la figura cursi por excelencia, continua muy viva en los memes de internet (es más bien el meme supremo), pero también se respira lo cursi en los cupcakes, el hipsterismo en general o el tonti pop. Hay gente que saluda “holi”. Y algo de lo cursi, en su versión más tierna, se vive en el imperio de lo cuqui (lo cute en inglés, lo kawaii en japonés): un mundo de caritas amables y muñequitos en colores pastel. Para el ensayista Simon May esta presencia de lo cuqui (y, por ende, de lo cursi) en la sociedad actual es más bien una pátina siniestra que esconde un mundo que quiere mostrar una cara más amable mientras se dirige hacia el abismo.
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