Allá por la primavera de 1980, Elton John (Pinner, Reino Unido, 76 años) publicó un álbum del que casi nadie hace mención en la inmensidad de su discografía, porque no incluía ninguno de sus éxitos inapelables ni argumentos que abonaran atisbos significativos de excelencia. Se titulaba 21 At 33 y a su ninguneo contribuyó el que muchos no lograran descifrar ese extraño jeroglífico numérico de su bautismo. Tampoco era tan difícil: su firmante acababa de cumplir 33 años, la edad de Cristo, y esas nueve canciones representaban la entrega discográfica vigesimoprimera de su trayectoria. Era, en el fondo, una manera de sacar pecho.
Aquel elepé nunca pasará a la historia, pero Elton John sí. Y con todos los honores. Sobre todo, por el carácter extraordinariamente prolífico e inspirado de su obra durante la década de los setenta, y por la apabullante concentración de grandes álbumes, a más de uno por año, que antecedieron a aquel 21 At 33 irrelevante. Porque el hombre que este sábado decía adiós en Estocolmo a casi seis décadas de música en directo lega una obra mucho más trascendental de la que le reconocerán nunca esos detractores para los que solo ha sido un pianista estrafalario, un compositor afín a la melaza o el amigo lacrimógeno de la princesa Lady Di.
Anoche, en el estadio Tele2 Arena de la capital sueca, Elton John apareció con una de sus habituales chaquetas coloridas al comienzo del que anunció sería su último concierto y que cierra la gira Farewell Yellow Brick Road. Miles de fans del autor de himnos como Candle in the Wind hicieron cola bajo un sol abrasador antes de asistir al adiós a los escenarios de su ídolo, informó la agencia France Presse.
Reginald Kenneth Dwight nunca ha sido un artista que concite grandes unanimidades, entre otras cosas porque en una hoja de servicios con más de 40 trabajos en estudio también hay hueco para algún traspiés, tropezones, medianías y entregas solo rutinarias. Pero no pocas veces ha sido objeto de un proceso de caricaturización que recuerda al sufrido por un compañero de generación que también compartió éxitos memorables y escarnios indecentes en la historia del pop británico: Phil Collins. Al igual que en el caso del cantante y batería de Genesis, se tendió a retratar a Elton John como un baladista edulcorado y empalagoso, un estigma al que no contribuyó en nada, para ser sinceros, que ambos terminaran entregándole melodías francamente ñoñas a la factoría Disney. Pero, más allá de pecados puntuales, el legado musical del autor de Rocket Man es tan abrumador —al menos en los nueve discos comprendidos desde Elton John (1970) a Rock of the Westies (1975), y estamos siendo tacaños en el cómputo— como para colocarlo a la derecha misma del mayor prodigio pop de todos los tiempos: la entente Lennon/McCartney.
No es casualidad que Lennon, pronto desnortado en su trayectoria solista, recurriera a Elton John como revulsivo para Whatever Gets You Through The Night (1974), que se convertiría en su primer número uno en solitario. Lennon le agradeció ese empuje irrumpiendo como estrella invitada en el célebre concierto de Elton en el Madison Square Garden de noviembre de 1974, uno de los hitos incontestables del hombre que, salvo improbable cambio de opinión, acaba de despedirse para siempre de los escenarios.
Elton John no ha sido un creador de comienzos fáciles ni éxito instantáneo. Es más, su estreno oficial, Empty Sky (1969), era desvaído y endeble, y suele ocupar un lugar destacado en las clasificaciones de artistas célebres con debuts muy próximos al fiasco. Lo curioso es que ni siquiera fue, en puridad, su primer álbum: en 1968 ya había entregado un elepé de 12 canciones, Regimental Sgt. Zippo, pero las similitudes conceptuales con el Sgt. Pepper’s de The Beatles eran tan flagrantes que su compañía discográfica optó por guardarlo en el cajón. John no se atrevió a que viera la luz hasta junio de 2021, 53 años más tarde, cuando ya se siente en condiciones de reivindicar su vastísimo cancionero como un conjunto coherente, más allá de sus altibajos.
Tras el tropezón de Empty Sky, Elton y su ya entonces letrista, Bernie Taupin, acertaron con la bellísima Your Song para el segundo elepé, el homónimo Elton John (1970), y a partir de ahí el despegue fue tan fulgurante como el del cohete de Rocket Man. La mejor música de aquella década quedaría amputada sin títulos como Daniel, Tiny Dancer, Bennie & The Jets, Goodbye Yellow Brick Road o, algo más tarde, Don’t Go Breaking My Heart o Someone Saved My Life Tonight. La asociación con Taupin se ha mantenido incólume durante más de medio siglo, salvo un breve divorcio a finales de los setenta, y siguió arrojando grandes canciones hasta un par de discos menos icónicos, Too Low For Zero (1983) y Breaking Hearts (1984). A partir de ahí no podemos computar seguramente ningún elepé irrefutable, pero sir Elton supo enderezar con el nuevo siglo un rumbo que, entre la fatiga y sus problemas con las drogas, se había vuelto errático.
Dwight tocó fondo con el paupérrimo Leather Jackets (1986), concebido entre cantidades temerarias de alcohol y cocaína, y del que su propio firmante ha reconocido “no recordar apenas nada” del proceso de grabación. Pero solo tres años más tarde llegaría la resurrección comercial del single Sacrifice, paradigma de ese Elton almibarado que concitaba tantas adhesiones como exabruptos. Es una dualidad que experimentó en propias carnes el cantautor barcelonés Litus (Terrassa, 43 años), hoy gran admirador del británico y en su día mucho más reacio a admitirle el mérito. “Ahora comprendo que Sacrifice era un temazo, pero en aquella época yo era un niño y no conectaba especialmente con el sonido, con la producción”, reconoce. “Con los años comencé a investigar y comprendí que la obra de Elton durante los setenta es para volverse loco. Era el nuevo McCartney, con la diferencia de que en The Beatles había tres compositores enormes y él, siendo un solista, componía uno o dos discos al año. Era capaz de comportarse como un Little Richard enloquecido frente al piano, pero también como un compositor de country a la inglesa. Es el caso de Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy [1975], quizá no su álbum más conocido, pero una obra maestra”.
Otro ilustre seguidor incondicional es el también pianista Luis Prado (Alicante, 51 años), otrora líder de Señor Mostaza y hoy solista e integrante de la banda de Miguel Ríos. “El secreto de Elton John es muy sencillo”, enfatiza: “Toca y canta increíblemente bien y hace muy buenas canciones”. A él también le enamoran, “obviamente”, los discos de los setenta, “en los que suena casi como un cantante de góspel, tal que si escribiera pensando en que acabarán interpretando sus partituras desde Aretha Franklin a su gran ídolo Leon Russell”. A Prado le asombran tanto “los estribillos memorables, desde Tiny Dancer a Rocket Man”, como “los cambios de acordes celestiales”, quintaesencia en el caso de Goodbye Yellow Brick Road (1973). Y prolonga el estado de gracia de Elton hasta 1983, con I’m Still Standing. “Es la primera canción que le escuché, así que tiene un valor sentimental añadido, pero sigue siendo buenísima”.
¿Otro pianista devoto? Preguntémosle al santanderino Alejandro Pelayo, de 51 años, compositor de música instrumental y tándem de Leonor Watling en Marlango. “La clave está en unas melodías inolvidables, tan cosidas a la letra que siempre me pareció un milagro que compositor y letrista fueran dos personas diferentes”, reflexiona. “Las melodías nos las tatúa en la cabeza porque van unidas a las palabras de manera mágica y definitiva. Y, además, Taupin no tiene ninguna prisa en contar la historia, se toma su tiempo. Sucede en Tiny Dancer, Your Song o I’m Still Standing, y es fabuloso”.
Elton John fue, ya desde sus primeros pasos, carne de biopic: la poco autocomplaciente Rocketman (Dexter Fletcher, 2019) era solo cuestión de tiempo. Ha conocido todos los excesos y encarnado las mayores extravagancias, se erigió en icono mundial LGTBI después de largos años en el armario y ha cometido los suficientes errores artísticos como para no mitificarlo. Pero el legado musical, visto en su globalidad, le coloca entre los 10 grandes compositores vivos del pop. “Y también su dimensión humana”, apostilla Litus. “Me parece precioso que ayudara a gente como Robbie Williams a salir de las adicciones, y que lo intentase hasta el último momento con George Michael. Ha sido buen amigo, y eso me parece muy bonito”.
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