El segundo fin de semana de junio hubo trajín en Goodreads. Quinientos usuarios de esa comunidad virtual de catalogación de lecturas se organizaron para puntuar con una sola estrella a una novela que tan siquiera se había publicado. Se trataba de The Snow Forest, de Elizabeth Gilbert, la autora superventas de las memorias Come, Reza, Ama. La escritora a la que interpretó Julia Roberts en su adaptación cinematográfica —la que más influyó junto a Cheryl Strayed en buena parte de las lectoras solteras ansiosas por sentir algo en la década de 2010—, anunció el viernes día 9 que su próxima ficción estaría ambientada en 1900. El texto seguiría a un grupo de ermitaños que se establecen Siberia para proteger la naturaleza y resistir frente al gobierno soviético.
Ningún usuario de Goodreads la había podido leer porque no había llegado a las librerías (su fecha de publicación era febrero de 2024), pero en todas las reseñas negativas que se teclearon en la plataforma entre el 10 y el 11 de junio, los comentarios mostraban su enfado frente a una ficción que podría romantizar Rusia en un momento en el que el país está acusado de cometer crímenes de guerra. Gilbert reaccionó y el lunes día 12 publicó un vídeo en el que aseguraba que retrasaba la publicación de su libro, sin nueva fecha de puesta a la venta.
Important announcement about THE SNOW FOREST. Please note that if you were charged for your pre-order, you will be fully refunded. Thank you so much. pic.twitter.com/OAEmrjtfJx
— Elizabeth Gilbert (@GilbertLiz) June 12, 2023
Aunque la ficha de The Snow Forest ya está deshabilitada, el incidente ha propiciado que otros escritores denunciaran el clima que se está cociendo en la plataforma: “Goodreads necesita un mecanismo para detener los ataques de una estrella a los escritores. Socava la poca credibilidad que les queda”, tuiteó la ensayista Roxane Gay, una escritora nada alérgica a reseñar sus lecturas en Goodreads. La autora de Mala feminista hacía referencia al “review bombing” (bombardeo de críticas), una técnica de extorsión (muchas veces económica) a autores que se ha popularizado en los últimos años, como ya pasó con las webs que catalogan restaurantes u hoteles.
Más allá de la autocensura, el caso Gilbert abre la veda a preguntarse: ¿se nos está yendo de las manos el culto de puntuar y cifrar todo lo que consumimos culturalmente? No solo se trata del bombardeo de críticas con una sola estrella. Si algo define a la cultura de esta era es la sacralización de las cifras en su rendimiento. El hype (el anglicismo que aúna la expectación y ansia exagerada por un determinado evento o producto cultural) se mide en números. Y, precisamente, no son ni las ventas ni la taquilla las que miden el éxito.
Las estrellas definen el interés en Goodreads, que a su vez influyen en las reseñas literarias de la crítica al intentar acercarse a la opinión popular. Las canciones serán hits en función del número de streamings (reproducciones) el día de su estreno (Shakira copó titulares por batir el récord de ser la más escuchada en castellano en su estreno en YouTube con más de 33 millones de visualizaciones por su Bzrp Music Sessions, Vol. 53). Las películas más anticipadas serán las que rozan el 100% de aceptación en Rotten Tomatoes, las que se viralicen según los comentarios que han dejado en Letteboxd y Twitter ahora decide si estamos ante un futuro bombazo en cines en función de los minutos de ovaciones en festivales —por ejemplo, se sabe que la última de Martin Scorsese, Killers of the flower moon, tuvo 9 minutos de aplausos en Cannes hace unas semanas, pero eso la coloca por debajo de Carol (10 minutos) y muy lejos de El laberinto del fauno, que ha tenido la ovación más larga de la historia en el certamen, 22 minutos —. ¿Qué consecuencias acarrea esta cuantificación de la cultura?
La falsa democratización del gusto
“Todas estas plataformas como Goodreads o Letterboxd permiten que más personas expresen sus opiniones sobre la cultura, lo que suele ser algo bueno porque la crítica no solo pertenece a los profesionales: todos merecen su propia opinión. Pero, con demasiada frecuencia, esas plataformas recompensan avivar la controversia y el troleo en lugar de una discusión significativa”, explica sobre esta problemática en un intercambio de correos Kyle Chayka, periodista estadounidense especializado en tecnología y cultura de internet para The New Yorker, autor de Desear menos (Gatopardo, 2022) y que publicará en 2024 un nuevo ensayo (Filterworld) sobre cómo se ha atrofiado nuestro gusto cultural por el algoritmo. “Lo que ha pasado con Elizabeth Gilbert lo ejemplifica. Creo que los artistas de hoy en día se enfrentan a más presión que nunca por parte del público, porque pueden ver lo que todos dicen en redes y calificar el éxito de su arte en términos de ‘me gusta’. Esa dinámica ciertamente puede ser perjudicial para el producto cultural en sí mismo, porque los artistas se ven obligados a hacer que su trabajo sea lo más seguro y aceptable posible”, añade.
Esa falta de audacia a la hora de encarar la producción cultural también se puede entender en lo que Chayka ha definido como el “aplanamiento del gusto” provocado por la cultura algorítmica. Para el cronista, ya no existen libros ni películas como se entendían antes, sino “objetos generadores de discurso” hechos para secuestrar la atención de la conversación digital, ya de por sí frenética. Y si nos interesamos por esos objetos generadores de discurso, es por unas cifras que les otorgarán un carácter prácticamente mágico, distinguido. Tu primer carrusel de Netflix solo te enseña películas con un 90% de coincidencia en tus visionados, Spotify te reproduce artistas basados en tus escuchas previas y en Twitter han implosionado cuentas no profesionales en la pestaña de ‘Para ti’ que se viralizan únicamente tuiteando porcentajes de aceptación de futuros estrenos en Rotten Tomatoes o reproducciones récord de artistas sin contextualizar el origen de la información.
“El objetivo de la recomendación algorítmica como tecnología no es resaltar la cultura más interesante, extraña o radical, sino promover lo más aceptable para cada usuario, lo que sea que pueda avivar su compromiso inmediato”, explica Chayka sobre esta deriva cultural. “Por eso los algoritmos aplanan nuestro gusto: las plataformas digitales ocupan gran parte de nuestra atención, y esas plataformas nos empujan hacia piezas de cultura más genéricas o seguras. Además, miles de millones de personas en todo el mundo utilizan las mismas plataformas digitales e interactúan con los mismos algoritmos, por lo que el gusto se globaliza y se homogeneiza internacionalmente”, añade.
Emma Seligman’s ‘BOTTOMS’ starring Rachel Sennott and Ayo Edebiri holds a score of 96% on Rotten Tomatoes.
In theaters August 25, 2023. pic.twitter.com/siNoBJCfVw
— Film Updates (@FilmUpdates) June 14, 2023
El privilegio de la extrañeza
No todos consideran como positivo que en esta era se haya aplicado, además, la mochila de la eficiencia al propio consumo cultural. En internet se han popularizado los retos de cumplir el mayor número de lecturas o visionados anuales posibles, donde los usuarios puntúan todo lo que ven para clasificar su propio gusto ante el resto en una carrera contrarreloj. La filósofa Marina Garcés, que ha denunciado reiteradamente la ludificación de una “cultura superficial” alejada de la cultura general, se muestra contraria a estas prácticas en las que básicamente consumimos tachando listas de lo que hemos visto, experimentado, citado o visitado en museos. “No hay una experiencia única de la extrañeza”, reflexiona la pensadora, escéptica frente a una segmentación del gusto que nos aleje de un posible encuentro con lo que ella denomina como “esa gente rara que abre algo de nosotros que no sabíamos”.
En sintonía con la catalana, Chayka también cree que la obsesión por puntuar y ordenar todo lo que consumimos ha implicado una pérdida. “La cuantificación hace que las cosas más extrañas, raras y radicales sean más difíciles de encontrar para los consumidores y más difíciles de hacer para los artistas. Es más difícil de encontrar porque las recomendaciones algorítmicas tienden a ignorar cualquier cosa que no genere un compromiso inmediato, y es más difícil de producir porque a los artistas que no juegan con el algoritmo o no se adaptan a él, les resulta mucho más difícil encontrar audiencias y, por lo tanto, ganarse la vida con su arte. Eso no significa que sea totalmente posible encontrar cosas extrañas e interesantes, pero el consumidor tiene que buscar más y trabajar para cultivar su propio gusto en lugar de guiarse por algoritmos”, defiende.
La postura del privilegio de la extrañeza la comparte la investigadora en políticas culturales y autora del ensayo Cultura ingobernable (Ariel, 2022) Jazmín Beirak. “Puede que por pereza, cansancio, o falta de curiosidad eso no nos importe y aquello que recibimos nos satisfaga. El debate iría más allá del algoritmo como fórmula, y tendría que ver con la relación que establecemos con la cultura, no tanto como un campo que nos transforme, sino que nos alivie la fatiga que puede generar la vida cotidiana”, defiende. Beirak asegura que nuestra relación con el algoritmo ya es de todo menos inocente. “Es un objeto con el que tenemos una relación de sospecha, del que hablamos con humor, o al que intentamos engañar o despistar”, defiende sobre una era de “hiperconciencia” tecnológica en la que hemos asumido que para descubrir cosas nuevas y raras ya no solo hacen faltas ganas: también tiempo y un máster en aprender a marear al algoritmo.
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