Cuando veas galerías de arte aparecer en tu calle, tiembla. Si son los estudiantes los que llegan a tu barrio, respira. La primera opción es un clásico de la gentrificación: cuando todo se embellece no queda espacio para muchos porque, automáticamente, todo aumenta de precio. La segunda es otro clásico de la regeneración urbana: aprovechar la fuerza de la juventud para allanar el camino a un nuevo barrio.
Parece que el primer ensanche de Jerusalén ha optado por esta segunda opción. Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa han bordado un proyecto que es, en sí, todo un manifiesto urbano. Su edificio es tanto hueco como construcción. Allana el camino, cose la ciudad. Y coser y unir, en una urbe como Jerusalén tan densamente poblada de islas de incomprensión, son palabras mayores.
La Academia Bezalel la fundó Boris Schatz en 1906. Fue el pintor y escultor más antiguo de la ciudad. Y le puso el nombre de una figura bíblica, la del hijo de Uri al que Moisés le encargó nada menos que la construcción del Tabernáculo: la casa, temporal, de Dios en la tierra. Esta ampliación, el Campus Jack, Joseph y Morton Mandel, traslada la Escuela de la periferia al centro urbano.
La firma SANAA y los arquitectos locales HQ han hecho honor a ese nombre bíblio y se han puesto a los pies de la historia, de la unión y de la luz. Su edificio es un lugar de claridad, leve, casi transparente, levantado con hormigón, vidrio y acero y construido con aulas que parecen plataformas entre edificios y con rampas que se leen como puentes entre los antiguos inmuebles del barrio y los desniveles de la ciudad.
El edificio es, así, tan físico como metafórico, tan infraestructura como escuela, tan activista como respetuoso. Y convierte en fascinante que términos tan necesarios no resulten paradójicos.
El nuevo campus es, en realidad, una plataforma para el cambio. Con terrazas y grandes ventanales, mira a la ciudad antigua y celebra la unión de su expansión. La densificación y los huecos, las plazas abiertas y el clima.
Entre el Ayuntamiento de la ciudad, una iglesia rusa ortodoxa y el Museo de los prisioneros subterráneos, teje y cose un espacio ligero, como orgánico, un pasaje físico que es también temporal. El resultado es fraccionado y rotundo. Monumental y doméstico, un interior que parece exterior, un edificio que se confunde con las calles. Un hueco en el horror que con tanta frecuencia vive Jerusalén. Defiende la idea de que el arte, el diseño y, claro, los estudiantes, pero también la arquitectura, pueden darle la vuelta al futuro.
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