Aunque todo el mundo sabe que periodismo, cultura y publicidad no son lo mismo que cuando veíamos Todos los hombres del presidente y nos quedábamos a medias porque era una película que, criticando el sistema, hacía apología del sistema; aunque intuimos que la autonomía del cuarto poder está más comprometida que nunca por los consejos de administración y eso nos hace añorar relatos como el de Pakula; aunque sospechamos que las novelas son novelas solo si son “noticiables” —literatura más oportunista que oportuna— mientras que las noticias se basan en la espectacularidad del “hombre muerde perro”; aun así, todavía hay noticias que, al margen del suspense que generen, se convierten en tales no por su excepcionalidad, sino por su frecuencia: la sucesión de feminicidios y suicidios legitiman feminicidio y suicidio como noticias. Aunque a menudo estos temas se obvien para no provocar un efecto bola de nieve…
Cuando a las mujeres nos matan y rematan, y empeoran las expectativas de que seamos protegidas por leyes e instituciones, cine y literatura prestan atención no a la asesinada, sino a la asesina. A veces, tiene sentido: la chilena Alia Trabucco escribió Las homicidas, un libro en el que la transgresión de la mujer que mata se neutraliza desde el supuesto de que la homicida no es una verdadera mujer. La última película de François Ozon, Mi crimen, en clave de humor, recrea un principio del feminismo liberal: la victimización es una forma de misoginia y hay que negarse a ser tratada como víctima incluso cuando lo eres. Lo contó Verhoeven en Elle: una mujer violada de clase alta no le da ninguna importancia a su violación. En este caso, ser de clase alta es fundamental. En Mi crimen, las mujeres que matan para defenderse de una agresión machista rentabilizan su vulnerabilidad —desactivando la vulnerabilidad con la rentabilización: una vuelta al calcetín espeluznante— y el crimen es una posesión por la que se pelean. Quieren ser acusadas porque matar es el camino para hacerse ricas y populares sacando provecho del “hombre muerde perro” en una sociedad en la que aún no tienen siquiera derecho de voto. El crimen como espectáculo y única salida para la mujer revela la corrupción de la sociedad. Como en Chicago de Bob Fosse. Ellas matan porque el crimen para defender su decencia será mirado con buenos ojos y solo matar las ilumina. Pero a veces la decencia es un concepto reaccionario —el crimen también―, y la benevolencia judicial no solo es falsa como representación artística, sino que reduce a las mujeres a sujetos manipuladores de su debilidad y de su capital erótico de flor aplicando esa estética de seducción y subterfugio que sirve de excusa para que no ocupemos posiciones de poder explícito. Se juega con la fantasía de que realmente mandamos con estrategias sibilinas, por lo bajinis, por detrás: fórmula venenosa si se pretende conseguir la relevancia en el espacio público. Contar hoy esta historia, a través de una comedia suave de hermosas mujeres, es olvidar que no se nos trata con mayor benevolencia ni cuando somos verdugo ni cuando somos víctima. Lo más frecuente no es que la mujer asesine, sino que sea una víctima judicialmente revictimizada. Mi crimen interesa porque propone un debate desde un relato cinematográfico que no es literal y se abre a interpretaciones. Leemos y ejercemos nuestro derecho a la crítica desde el extremo opuesto a la censura actual que es de dos tipos: la que se justifica por razones económicas y la inquisitorial renacida en Valdemorillo entre otros puntos calientes de la geografía PP-Vox. Ambas son las dos caras de una misma ideología-moneda.
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