No debe de ser fácil ser una muñeca tan famosa y autoconsciente como Barbie. Nacida en 1959, tres años antes que su buen amigo Ken, la estrella de la compañía de juguetes Mattel ha vivido infinitos cambios, sobre todo de armario, para adaptarse a los movimientos sociales y a las críticas: de feliz y despreocupada ama de casa a médica, bombera, astronauta o presidenta. Su creadora, Ruth Handler, una de las fundadoras de una empresa que surgió de un negocio de muebles al borde de la quiebra, la ideó cuando observó cómo su hija, Bárbara, despreciaba jugar a las casitas con los muñecos bebé y deseaba una muñeca adulta en la que verse reflejada.
Un reflejo, eso sí, un tanto distorsionado. Creada con el molde de una fría maniquí rubia ―caderas estrechas, cintura de avispa, pecho en punta, pies de puntillas―, Barbie ha representado como pocas el ideal femenino del llamado sueño americano. También su oscuro reverso. En 1988, el filme experimental de culto Superstar: The Karen Carpenter Story, realizado por Todd Haynes cuando aún era estudiante, usaba a la muñeca perfecta para hablar de muerte y anorexia.
Como era previsible, la película dirigida por Greta Gerwig, con Margot Robbie como protagonista y productora, carga contra ese pernicioso ideal 90-60-90 y sus derivas en la cultura popular con gracia, pero sin hacer sangre y, lo que es más grave, sin demasiada originalidad ni sorpresa. Aunque es imposible no reírse con algunos diálogos mordaces o con la cara de payaso triste de la fabulosa Robbie —como cuando en un patio de colegio un grupo de niñas se encaran con ella tachándola de juguete “consumista y fascista”—, es el Ken empoderado de Ryan Gosling y su hilarante descubrimiento del “patriarcado” lo más brillante de una película que juega de manera hábil con la carta feminista, pero sin ir más allá de su pizpireta superficie.
Correctísima en su incorrección, Barbie se estrena después de un bombardeo publicitario extenuante, replicado dentro y fuera de las redes sociales sin amago de resistencia. Una mastodóntica operación de marketing teñida de rosa chicle, triunfo absoluto del Pantone 219 C que caracteriza al mundo de este juguete, cuya omnipresencia le ha robado gran parte del factor sorpresa a una película que se sostiene gracias a su divertida recreación del universo de Barbieland. Una fantasía que, más allá del rosa, recuerda en su idealizada rutina al plató cerrado de El show de Truman, de Peter Weir, y en sus emociones de juguete-roto a la saga de Toy Story, películas todas muy superiores.
La Barbie de Greta Gerwig forma parte de la estrategia iniciada en 2018 por la nueva dirección de Mattel, compañía que aspira a algo más que trascender dentro de la historia del cine o de la cultura popular: reciclarse de fábrica de juguetes a fábrica de propiedad intelectual. De la misma manera que la editorial de cómics Marvel pasó de rozar la ruina a convertirse en un gigante de Hollywood, Mattel aspira a la miel de las franquicias y Barbie solo es el principio de la nueva feria Mattel-Films, que continuará con las Polly Pockets en una película escrita y dirigida por Lena Dunham y con Lily Collins de protagonista y productora, o con directores como J.J Abrams desarrollando la nueva vida de otros juguetes.
Fue en 2019, un año después del giro en la dirección de la compañía, cuando el proyecto de llevar al cine a la estrella de Mattel pasó a manos de Warner Bros y Margot Robbie, quienes contrataron a Gerwig y su pareja, el director y guionista Noah Baumbach, para escribir a cuatro manos un nuevo desarrollo. Hasta entonces, era Sony quien tenía los derechos de explotación. Diablo Cody, guionista de Juno; Jenny Bicks, autora de Sexo en Nueva York, o las actrices Amy Schumer y Anne Hathaway, tuvieron en sus manos un embrión de Barbie pero, según ha explicado la propia Cody, el principal escollo de su visión de la muñeca era que hasta hace no tanto la estrella de Mattel era un pimpollo alejada de los valores feministas que ahora se reivindican.
Un feminismo, por otro lado, incapaz de encontrar ideas estimulantes fuera de los clichés de la sororidad y del zapato plano, y que Gerwig, después de alcanzar la cima de su carrera con una película tan extraordinaria como Lady Bird (2017), supo empaquetar para Hollywood en su versión de Mujercitas (2019), y que ahora da un paso más allá con la operación de lavado de cara de un juguete cuya autoparodia resulta en el fondo autocomplaciente y demasiado calculada.
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