Arnold Hauser, historiador del arte luckasiano, publicó en 1951 su Historia social de la Literatura y del Arte. Con esta obra aprendimos que la cultura no es un territorio autónomo, sino que está condicionada por la economía y las relaciones de poder en el ámbito social. Hauser interpreta la abstracción no como riesgo formal, sino como codificación oscura que necesita de la exégesis: la geometría jeroglífica del arte egipcio legitima a una casta sacerdotal depositaria del significado. Los rasgos de la cultura son una manera de someter al otro. De convertirlo en dependiente. Sin los sacerdotes no podemos acceder al conocimiento profundo que desvela el arte. La forma es ideológica. Para Hauser, las pirámides y el expresionismo abstracto de Pollock caerían en el mismo lado, mientras que Balzac y Antonio López caerían en el otro. Y ahí posiblemente encontramos un pero a las teorías hauserianas, porque, si bien acierta vinculando las formas del arte a la economía, no tuvo en cuenta que las mutaciones históricas y el poder económico inciden en que ni abstracción ni experimentación ni realismo puedan entenderse como fórmulas valorables por definición.
Dependerá de los contextos. Porque no es igual la sociedad en la que Cervantes escribió el Quijote que la del Galdós de Fortunata, que la del Hammett de Cosecha roja. Sus modulaciones del realismo, desde un punto de vista estético e indisolublemente ético, deberían valorarse de maneras diferentes. Quizá hoy el realismo no sea un estilo democrático, sino eminentemente comercial y complaciente. Todo esto viene a cuento porque si Hauser levantase la cabeza y viese lo que está pasando con Shakira se volvería a morir.
Ahora que las prosas, incluso los poemas, se hacen cada vez más explicativos y no perdemos tiempo en ellos si incluyen dos palabras difíciles, aunque hagamos maratones de series que constituyen pruebas de resistencia física; ahora que los libros son buenos si se leen deprisa y casi nadie pierde un segundo pensando por qué “nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño” nos toca misteriosamente la patata; ahora que filología y crítica son disciplinas antipáticas porque alardeamos de un concepto demagógico del aprendizaje —somos consumidoras con derechos—; ahora, nos seducen exegetas, simples como el agua de mi fuente, que descodifican la secuencia con la anciana de Barbie o los significados ocultos de la vestimenta de alguien famoso.
Hoy el traje de Shakira nos lanza mensajes que develan una nueva casta sacerdotal: instagramers y estilistas. Gente imaginativa con contratos temporales en televisión que, como intérpretes imprescindibles, nos somete. Nos somete a fuerza de entretenernos y a fuerza de entretenernos se gana el pan. Todo empezó con los mensajes encriptados que Isabel Pantoja le lanzaba a Julián Muñoz en sus conciertos. Yo, si no me los explicaban, no los entendía. Hoy Shakira se calza un traje, intencional y polisémico, con un NO en relieve en la pechera y, en redes y medios de comunicación, pasan horas interpretando a qué le está diciendo NO Shakira: a Piqué, al hambre en el mundo, a la mujer que llora y no factura, a la totalidad, a una cena con Hamilton. Ha dejado de importar que Shakira cante o no cante. El arte cambia, condicionado por la velocidad y caducidad de la sociedad de mercado, y también cambian los objetos de interpretación: los gestos de las celebrities se alzan como nuevo Finnegans Wake. En ellos consumimos habilidades interpretativas y lecturas no literales. Quizá sea un modo de conservar facultades básicas para la inteligencia humana. De hecho, yo aún tengo dudas, fértiles y provechosas, sobre si el traje de Shakira es figurativo o experimental.
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