Hay que verlo para creerlo. La isla del tesoro tiene dimensiones de, digamos, guía telefónica de una gran ciudad. Subtitulado Historia de la música jamaicana del siglo XX (Caligrama), el tomo entra en el presente milenio pero se para antes de que las mutaciones de los ritmos caribeños invadieran el planeta, bajo el nombre nada casual de reggaeton. Uno se queda sin saber la opinión al respecto de Ragnampaisser y Carlos Monty, sufridos coordinadores de un libro colectivo que contiene 500 fotos y docenas de afinadas selecciones de canciones y discos. Un índice onomástico ayuda a moverse entre tan impresionante masa de información y valoraciones.
Convendría recordar que Jamaica es posiblemente el país más musical del mundo, por lo menos en producción de música grabada. No hay estadísticas fiables pero la isla —tres millones de habitantes, con una equivalente diáspora de emigrados— genera una abrumadora variedad de novedades sonoras. En términos puramente económicos no parece tener sentido, ya que no hay cultura de la propiedad intelectual: se ignora el pago de royalties o los derechos de autor. Cierto que una fracción de los artistas se gana la vida girando por el exterior. No sin conflictos, advierto: en los años noventa, se detectó que populares temas de Shabba Ranks o Buju Banton invitaban a ejecutar homosexuales. Y no era una reacción visceral contra la turistificación de Jamaica, como alegan algunos valedores del dancehall, el estilo progenitor del reguetón.
Una peculiaridad del reggae es la omnipresencia en letras del pensamiento rastafariano, con su lectura literalista de la Biblia (aunque los rastas sean poco más del 1 % de la población). Para los foráneos, lo complica la opacidad del patois local, que explica momentos como la famosa entrevista de Àngel Casas y Carlos Tena a Bob Marley, durante su visita a Ibiza en 1978.
La evolución de la imagen pública del propio Marley revela lo gaseoso de nuestro conocimiento de la realidad jamaicana. Convendría evocar la elaboración de Legend, su disco más difundido. Una idea desarrollada por Dave Robinson, fundador del sello independiente Stiff Records, que en 1984 ascendió a presidente de Island Records, la compañía que lanzó a Bob. Una de las sorpresas de Robinson fue comprobar que las cifras de sus discos no estaban en consonancia con su fama universal. Se propuso remediarlo con una recopilación pensada para un público no especializado.
Robinson encargó que investigaran, mediante grupos de discusión, lo que más y lo que menos gustaba de Marley. Uno tiene motivos para desconfiar de esa metodología, que aquí al disquero le permitió limar lo que consideraba aristas. Nada de guiños al consumo de ganja, evitar reflejar su hábito de caminar descalzo, buscar una portada no confrontacional. En la publicidad, ni se mencionaba la palabra “reggae”. Respecto a las canciones seleccionadas, se primaron las románticas, aunque hubo que acomodar alguna que hablaba de tiros (“I Shot the Sheriff”) o que referenciaba la mitología rasta.
No fue exactamente censura: los discos originales seguían disponibles e incluso luego salieron Rebel Music y Natural Mystic, antologías con temas más belicosos. Con todo, Legend cumplió su objetivo: es uno de los álbumes más vendidos de la historia, con 27 millones de copias despachadas. Pero no figura entre las recomendaciones de La isla del tesoro.
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