A los ciudadanos de Mozambique les preocupará sobre todo lo que sucede en sus casas. Igual que a un argentino, a un uruguayo o a un japonés. A cualquiera, en definitiva. Aun así, en noviembre de 1981, en estos países y alguno más, los diarios locales publicaron la misma noticia, acontecida el día 11 del mes al otro lado del planeta. A priori, incumplía los criterios más básicos de interés: un acto oficial, celebrado a miles de kilómetros, en un desconocido pueblo español. Y, sin embargo, numerosos editores internacionales compartieron una idéntica certeza: sus lectores adorarían esa historia.
Algo parecido sintió Carmen González Barberán cuando la descubrió, antes de acabar convertida en una de las protagonistas de su acto final: “Mi hermano Vicente, que toda su vida fue un ratón de biblioteca, soltó un comentario. Nos impactó. Y luego nos empezó a chocar más de la cuenta. Y se formó lo que se formó, que parecía una película de Berlanga”. Una trama hecha de guerra y paella malograda; de caos diplomático y vikingos derrotados por el vino; de detenciones involuntarias y embutidos como ofrendas de paz. Y, finalmente, de hermandad y entendimiento. Todo costumbrista, todo real. Se trata, al fin y al cabo, de la contienda más larga de la historia de Europa. Y, a la vez, la más peculiar: enfrentó durante 172 años al pueblo granadino de Huéscar con un país entero, Dinamarca. Distante, además: 2.600 kilómetros. Lo que explica por qué la firma que enterró el conflicto, el 11 de noviembre de 1981, atrajera a cámaras y reporteros de medio planeta.
Todavía, a día de hoy, el episodio fascina. Tanto que Román López-Cabrera y Marina Armengol Más le han dedicado el cómic ¡Hay que arreglar lo de Dinamarca! (Cascaborra). “La historia se iba superando a cada anécdota que me contaban, pero hubo dos cuestiones que contribuyeron: el buen rollo que destilaba y, por supuesto, ese acto de firma de la paz con alrededor de trescientos daneses vestidos de vikingos. Tenía que dibujarlo”, comparte López-Cabrera. Un efecto parecido sintió el cineasta Jorge Rivera, que decidió rescatarlo hace dos años en una película. “Es un documental muy serio que te hace reír”, resume sobre La guerra más larga, proyectado tanto en Huéscar como en Dinamarca, entre otros lugares.
En efecto, rigor y asombro se mezclan a lo largo de un relato que a Carmen González Barberán le recuerda “a Bienvenido Mr. Marshal”. En versión, eso sí, auténtica. Todo desde que su hermano Vicente, delegado de Cultura en Granada e incansable investigador de libros capitulares, fallecido hace unos meses, halló un acta que le dejó boquiabierto. En el documental, él mismo lo condensaba en la palabra que espetó cuando leyó aquella hoja: “¡¿Qué?!”.
En 1808, la relación entre España y Napoleón pasó de la alianza al conflicto. Y, por tanto, los amigos de Francia también se convirtieron en enemigos de la corona de Fernando VII. Así lo comunicó el monarca en una Real Orden, difundida por todo el país. Incluido Huéscar, donde el cabildo quiso dar un paso más: se hizo eco de la guerra que España le había declarado a Dinamarca y la asumió como propia. A través de un bando, fijado “en lugar bien visible”, autorizó así a los vecinos a “atacar a las fuerzas danesas en cualquier parte se hallen, […] vengar los insultos recibidos y no cesar en las hostilidades […] hasta que un tratado estipule las condiciones de paz”, como se lee en uno de los documentos que comparte con EL PAÍS el archivero local, Antonio Ros.
El conflicto entre Estados, en realidad, se cerró en 1814. Pero, en el pueblo, nadie pensó en registrarlo. De ahí que, hasta que Vicente González Barberán se dio cuenta, Huéscar mantuviera oficialmente abiertas las hostilidades casi dos siglos. Todo un acto de valentía y confianza ciega, a juzgar por el balance de fuerzas que estimó el periódico El caso. Por el lado nórdico, 13.000 soldados, 200 tanques, unos 100 aviones y 400 cañones de largo alcance. La aldea respondía con un total de ocho efectivos: un cabo de la guardia municipal y siete agentes.
“Somos un pueblo perdido y es normal que, ante un evento así, se piense que nos puede colocar en el mapa”, relata Fernando Serrano, hijo menor de Carmen González Barberán y del fallecido José Pablo Serrano, alcalde de Huéscar en 1981. “Tenemos bastantes amistades y vínculos con gente del mundo diplomático”, rememora su madre, a punto de cumplir 80 años. Incluido un primo hermano embajador en Moscú, la primera autoridad que fue avisada de la anomalía. De ahí, al Ministerio de Asuntos Exteriores. Y, mientras, al público, a través del artículo que Vicente firmó en junio de 1981 en La Sagra. “A lo mejor acaba la guerra con un sabroso intercambio de nuestro buen jamón con los famosos aperitivos daneses”, escribía. No estaba tan lejos de lo que vendría.
Recogida por el Ideal de Granada, la noticia circuló por toda España. Y dos reporteros del mismo diario acudieron a Mijas, donde veraneaba el cónsul danés. Su negativa a recibirlos, con motivo de sus vacaciones, cambió en cuanto supo la razón de la visita. Mientras, gracias a un diplomático español originario de Huéscar, el boca oreja llegó incluso hasta Bruselas. Algunas versiones sostienen que, aunque fuera por un momento, llegó a temblar la adhesión de España a la OTAN, que se negociaba esos meses: un país en guerra, por supuesto, no podía acceder. La broma, en todo caso, tenía su parte seria.
Otros, eso sí, disfrutaban más de su lado lúdico. “Optamos por sorprender […] al amanecer, […] nos colamos a través de las líneas enemigas”, se lee en un reportaje de dos periodistas daneses, realizado en agosto de 1981, que recoge el cómic. Finalmente, se presentaron ante el Ayuntamiento para rendirse. El alcalde les siguió el juego hasta encarcelarlos. Pero acabaron presos de verdad: las llaves de las esposas se rompieron. Hubo que ir a un taller en busca de una sierra: por suerte, el Niño del Martillo se mostró a la altura de su apodo. “En plena Transición, con ruido de sables, no estaba de más meter un poco de sentido del humor en la actualidad política española. Y eso que mi padre era un hombre muy serio. A pesar de haber sido antes también diputado nacional y provincial, se movía por su pueblo”, señala Fernando Serrano.
Hasta el punto de organizar el día de la paz, el mayor evento celebrado jamás en Huéscar, con permiso de la visita de los Reyes unos meses antes. Formalmente, se trataba de firmar el fin de la guerra, ante cientos de daneses disfrazados con sus cascos cornudos y el mismísimo embajador, Mongens Wandel-Petersen. La batalla nunca celebrada, eso sí, se desplazó a la dialéctica. “Atención, entráis en territorio enemigo”, rezaba un cartel en danés colocado en la entrada del pueblo. “Llevábamos mazas por si la cosa se ponía violenta”, rememora uno de los asistentes norteños en el documental. No hicieron falta. El alcalde y el embajador pronunciaron palabras de amistad. Se inauguró la calle Dinamarca y se izó su bandera en el Ayuntamiento. Aunque quizás la alianza más sólida se forjara gracias a las dos tinajas de tres metros repletas de blanco y tinto, colocadas en plena plaza central.
“A mí no me gusta nada nuestro vino del pueblo, pero cumplió su misión”, recuerda Carmen González Barberán. “La que menos disfruté fui yo. Tenía que estar pendiente de atender a la gente. Lo pasé preocupada”, agrega. Porque asumió sobre sus hombros todo el protocolo, las comidas para cientos de personas y el esfuerzo para evitar “catetadas”: “Lo peor del mundo es un quiero y no puedo. No podemos competir por las estrellas Michelin. Teníamos que ofrecer productos de la tierra”. Así que morcillas, chorizo, cordero y truchas llenaron mesas y barrigas de los comensales. Se habló de derrotar a los adversarios a golpes de “chuleta y picoso”. También hubo paella, pero el recuerdo todavía le revuelve a González Barberán: el cocinero encargado se puso enfermo y a su ayudante, que se ofreció a sustituirle, le sobraban buenas intenciones, pero algo le faltó. “Aquello era incomible. Menos mal que ellos no tenían con qué compararlo”, explica la mujer.
El banquete se cobró incluso la primera y última víctima del conflicto, tras dos siglos de guerra incruenta. “Veías a estos tipos fuertes, de ojos azules, tambaleándose… Un periodista danés se perdió y lo acabó encontrando la Guardia Civil tirado en una zanja”, cuenta Fernando Serrano. Finalmente, cada visitante extranjero recibió en regalo una botella de vino conmemorativa. Y otras dos el pueblo se atrevió a enviarlas a Ronald Reagan y Leonid Brézhnev, entonces líderes de EE UU y URSS en plena Guerra Fría, por si se animaban a seguir su ejemplo. Quiso la casualidad, o el poder de convicción de Huéscar, que poco después ambas potencias firmaran uno de los más importantes tratados de desarme nuclear. En 1986, el entonces seleccionador español de fútbol masculino, Miguel Muñoz, también escribió al Ayuntamiento, pidiendo consejos tácticos para derrotar a los daneses en el Mundial, según el documental. Lo cierto es que España ganó 5-1.
En general, la anécdota dejó paso a un legado duradero. “La historia se recuerda con mucha alegría en Huéscar. Únicamente nos molesta si se ve como algo de garrulos, de catetos de pueblo”, subraya Fernando Serrano. Y destaca las consecuencias más importantes: Huéscar está hermanada desde entonces con la ciudad danesa de Kölding, con un frecuente intercambio de estudiantes entre una y otra localidad. En 1994, la Comisión Europea entregó a ambas localidades las estrellas de oro del hermanamiento. Y así, de paso, también se fue cerrando otra larga herida, abierta en tierra danesa.
Porque, antes de la guerra de 1808, ambos países peleaban en el mismo frente, a favor de Napoleón. Así que justo un año antes, España había enviado a unos 13.000 soldados al necesitado país nórdico. El documental de Jorge Rivera reconstruye suspicacias y temores iniciales de los lugareños hacia los españoles: iban muy poco abrigados, buscaban caracoles en los bosques, cazaban gatos, eran adictos al ajo y al aceite, liaban cigarrillos y uno solo de esos tipos hacía ruido “como 10 daneses juntos”. Al parecer, la simpatía que por fin estaba surgiendo se cortó cuando, por un despiste, los soldados echaron demasiada leña al fuego y el castillo de Koldinghus, donde se alojaban, acabó quemado. La investigación local culpó a los extranjeros. Hoy se sabe, según el filme, que la responsabilidad fue compartida: dos guardias daneses encargados de vigilar se escaquearon de la tarea.
Esas rencillas, en todo caso, pertenecen al pasado. Igual que la guerra. El mismo cartel que amenazaba a los daneses a su entrada a Huéscar en 1981 resultó tener otra cara, que solo vieron cuando se marcharon. Pudieron leer, en su idioma: “Salen ustedes de una ciudad que siempre les esperará con los brazos abiertos”. Dos siglos de conflicto habían merecido la pena: nacía una amistad eterna.
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