El buzón de Cristina Arribas está lleno de playas, ciudades, parajes naturales, monumentos y atardeceres. Esta arquitecta barcelonesa recibe, al menos, una postal turística cada semana. Es un pequeño trozo de cartón que resume el mundo que visitan quienes le escriben desde cualquier rincón del planeta. No es casualidad. Es la respuesta de su círculo de amigos a las postales que ella envía de forma habitual desde hace años. Comenzó en los ochenta, desde una mirada divertida ante aquellas imágenes que representaban una España moderna que, en realidad, ya no lo era. Empezó a enviarlas de broma: elegía la de una rotonda en Granada antes que la de la Alhambra. “Y aquí estoy ahora, loca perdida”, dice entre risas quien tiene miles de ejemplares en su colección y se ha doctorado gracias a una tesis sobre un objeto hoy sinónimo de nostalgia y romanticismo. “La fotografía digital la ha matado”, afirma. “Antes enviabas una para decir ‘yo estuve allí’. Ahora eso se hace en el muro de Instagram o con un mensaje en WhatsApp”, se lamenta Arribas, que declara su amor por este pedacito de celulosa cuyo primer envío en España se realizó en 1873, hace justo 150 años.
Escribir unas líneas, pegar un sello y echar la postal al buzón fue uno de los gestos más repetidos durante las vacaciones del siglo XX. Hoy se ha convertido en una rareza que apenas practican los turistas extranjeros (en Francia se envían más de 300 millones al año, según recogen los medios galos). Correos no dispone de datos segmentados por este tipo de carta, pero fuentes de la compañía explican que “cada vez aparecen en menor volumen” entre los cinco millones de envíos que recogen al mes en los buzones. La escasez de empresas en el sector es otro claro síntoma. Las ventas han caído en picado y quienes resisten lo hacen gracias a las migajas de lo que antes era un enorme negocio.
“Solo de postales ya no se puede sobrevivir”, admite José Gesa, director comercial de Escudo de Oro, la única editora que sigue en pie de las grandes que dominaron la producción en los años sesenta. “Hoy la función de los postaleros [vitrinas donde se exponen las tarjetas] es atraer la atención de los visitantes para que luego entren a las tiendas y compren otras cosas”, revela Gesa. Escudo de Oro nació en 1956 y se reinventó en 2002 junto al grupo austriaco Smile para lanzar objetos personalizados como imanes, termos o saleros. La compañía catalana aún produce postales para media Europa y ciudades como Nueva York o Miami, pero lejos de sus grandes cifras. Hace dos décadas tenía varios fotógrafos en plantilla e imprimía más de 100 millones de postales al año. Ahora trabaja con profesionales freelance y sus tiradas rara vez superan los 10 millones anuales. “Si cada viajero enviara una postal sería la leche”, suspira Gesa en pleno verano de récord turístico y con España camino de superar los 83,5 millones de visitantes de su mejor año, 2019.
En el centro de Málaga, en el estanco de Sant Miquel de Balansat, en el entorno de la Mezquita de Córdoba, en los pueblitos costeros de Asturias, en tiendas de museos o cualquier otro punto turístico las postales siguen ahí —a veces descoloridas— pero pocos las envían. Las nuevas tecnologías son la clave. Mensajes por WhatsApp para avisar de la llegada al destino, galerías en Instagram para relatar el viaje o la acumulación de selfis en lugares típicos las han sustituido. Comprar un sello —a un precio incluso superior al de la postal turística— en Correos o un estanco, adquirir la tarjeta, encontrar bolígrafo, pedir la dirección y escribir unas líneas a mano es hoy una barrera de pereza que parece insalvable. “Dada la inmediatez de la comunicación, la carta postal es una extrañeza”, remarca José Antonio González Alcantud, catedrático del departamento de Antropología Social de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. “Sin embargo, con los nuevos medios nos cuesta transmitir el espíritu del lugar”, añade quien cree que las personas que echan de menos enviar y recibir una postal tienen la impresión de “habitar en lo falso” y están cansados de un mundo “hiperrealista” donde los destinos recrean lo que espera el turista, aunque ya no exista en realidad.
“Spain is different”
Cuando nacieron, a mediados del siglo XIX, las postales eran un papel en blanco para mensajes de tipo funcional. Su invento fue asociado al sello y sus envíos, sin sobre, eran más rápidos y baratos que las cartas convencionales. Se popularizó de inmediato. Y pronto empezó la decoración: primero con grabados a mano, luego con distintas técnicas artísticas y finalmente con fotografías. Las imágenes iban acompañadas de un pequeño texto a modo de tuit prehistórico. En España su uso fue regulado en 1871 y el primer envío se realizó en 1873. Los especialistas sitúan su edad de oro entre finales del siglo XIX, cuando los españoles mandaban casi un millón anual, según los datos recogidos en Evocación, historia y tarjetas postales entre repúblicas, publicación del Centro de Estudios de Castilla-La Mancha. Más tarde llegó su uso turístico. Y el franquismo vio un filón para mostrar al mundo un país moderno. El régimen se inspiró en el sueño americano y el glamur de las costas de Francia e Italia para sus diseños, que copió sin reparos. Fue una segunda época dorada. También para su argot específico —detalle pintoresco, rincón típico, bellezas de la ciudad— para describir lo que mostraban.
¿Y qué enseñaban? Un país repleto de patrimonio histórico, productos típicos, toros y flamencas, pero también la modernidad de autovías, grandes avenidas y hoteles del llamado estilo del relax, cuyo culmen fue la Costa del Sol. “Quien enviaba la postal señalaba en la imagen su habitación con una flechita”, recuerda Cristina Arribas, que se vio atrapada por esas imágenes donde también cabían mapas, montañas, paisajes, escenas familiares y muchas playas, algunas con turistas mostrando sus pechos en pleno destape. Las fotografías se entremezclaban con un diseño gráfico de influencia pop. Había collages y montajes con estética kitsch. A veces una misma imagen servía para destinos diferentes. “Daba igual, lo importante era decir que habías estado ahí”, explica Arribas, cuya tesis —que pesa 8,5 kilos en físico y 176 megas en digital y recoge una increíble variedad de postales— ha dado paso a un libro, Greetings from the USA / Saludos desde España, que firma junto a Juan José Lahuerta y publicará a finales de verano la editorial Concreta.
“La postal incluye una interpretación idealizada de un lugar, con su proceso de edición y manipulación de la imagen. Suelen tener los colores saturados, las nubes perfectas, los cielos azules e incluyen montajes. Todo es muy artificial y son parte de la construcción de una realidad turística que hoy ya invade todo”, añade el historiador del arte Carmelo Vega, dueño de unos 20.000 ejemplares que ha adquirido poco a poco para preparar sus clases en la Universidad de La Laguna (Tenerife). Una pequeña parte de su colección y de la de Arribas se muestran en la exposición Diálogo de postales, que se exhibe en el Museo de Historia y Antropología de La Laguna hasta el 31 de agosto. “Buscamos rescatar los valores de la postal turística, de cómo ha construido la realidad y su importancia para la cultura visual contemporánea”, indica Vega. Incluso han publicado un manifiesto conjunto que busca revalorizar el objeto, reivindicar sus potencialidades, defenderlo “como género y como lenguaje” y subrayar su función y los usos sociales que tuvo hasta hace no demasiado. También para remarcar la importancia de archivos formados por cientos de miles de imágenes. Muchas de las antiguas postales se pueden adquirir hoy en sitios de internet como Todocoleccion o Delcampe, donde hay miles de reproducciones de diversas épocas y lugares. Es un mar en el que bucear en busca de rincones hoy desaparecidos o modificados por el turismo masivo.
Hay esperanza
Lejos de considerarlo algo antiguo, hay quienes mantienen viva la postal. “Los extranjeros compran muchas, también para enviarlas, sobre todo en verano. Españoles… pocos”, afirman en el estanco de la calle Larios, la principal vía comercial de Málaga, donde hay tarjetas incluso con forma de trébol. En Correos también subrayan que en el periodo estival aumentan las postales que pasan por las manos de sus profesionales, que a veces deben resolver acertijos para entregarlas ante direcciones incompletas o nombres ilegibles. “Enviar y recibirlas es prueba de que realmente te acuerdas de alguien”, dice Auxi Vega, de 39 años, que en cada escapada escribe varias a sus amigas. “Es algo bonito en esta sociedad individualista. Y la sensación de abrir el buzón y encontrar una calienta bastante el corazoncito”, asegura la malagueña. Es su forma de aferrarse a otros tiempos donde la comunicación tenía otro proceso más pausado. También una lucha contra lo inmediato y pasajero frente a lo estable. “Las postales como objeto impreso tienen su poder evocador y serán seguramente más duraderas que las virtuales”, apunta, también alejado del pesimismo, el artista Joan Rabascall en un artículo publicado en la revista SOBRE, de la Universidad de Granada. La Complutense de Madrid lanzó el pasado mayo un ensayo del mismo autor titulado Spain is different sobre el universo de la tarjeta postal, a la que psicoanaliza y no da por muerta.
Tampoco lo hacen las empresas —la mayoría pequeñas— que han apostado por renovar el sector con imágenes impactantes que solo pueden captar los mejores fotógrafos, ilustraciones y otras técnicas artísticas que reinventan la postal. Lo hace Levante Studio en Cabo de Gata con una serie de diseños de estilo vintage de lugares como Rodalquilar o Las Negras, que se pueden adquirir en el estanco de esta minúscula localidad costera. También el artista Javier Navarrete, con ilustraciones de distintas ciudades, Curro Suárez inspirándose en Madrid o la marca Be Guiri, centrada en la provincia de Cádiz. Triangle Postals realza el encanto de las islas Baleares con ediciones realizadas por las ilustradoras Belén Pez y Marina Pons Wolff. “Hay que ofrecer algo diferente porque la mayoría de las ventas son ya para recuerdo, no para envíos”, afirma Juan Dong, fotógrafo y responsable de Ediciones Asangre, en Sevilla. Él ha actualizado las postales de la capital andaluza con imágenes en blanco y negro, formatos antiguos como la Polaroid y una colección de ilustraciones de estilo art decó realizadas por Jérôme Pradet. “Es la forma de mantener viva a la postal”, sentencia.
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