Descubrió el Quijote a los siete años, en un cómic. La pasión jamás lo abandonó. Pasó la vida leyendo y releyendo el libro. Estudió a fondo a Cervantes, como pocos lo ha hecho. Jean Canavaggio, el mayor cervantista francés de su tiempo, murió este domingo en París, su ciudad natal, a los 87 años. La causa de su muerte fue un cáncer fulminante, explicó su amigo, el también hispanista Benoît Pellistrandi. Le sobrevive su esposa, Perrine, quien fue, entre 1974 y 1994, la primera archivera de la presidencia de la República francesa, y sus cuatro hijos.
Canavaggio —responsable de la edición canónica del Quijote en la colección francesa de clásicos de La Pléiade y autor de libros de referencia como el reciente Diccionario Cervantes— pertenecía a esa clase de sabios que saben tratar su objeto de estudio no como una pieza de museo, sino algo vivo. Combinaba la erudición y el rigor de la mejor tradición académica francesa —se educó en la Escuela Normal Superior, vivero de la élite intelectual de este país— con una fina ironía cervantina.
En una entrevista hace un año y medio con EL PAÍS, en el domicilio de los Canavaggio en la capital francesa, lamentaba con media sonrisa lo que le había costado convencer a sus hijos para que lo leyesen. No digamos a sus nietos. “En mi casa”, contó en aquella ocasión, “tengo que enfrentarme con una pregunta que siempre recibe la misma respuesta: ‘¿De qué nos va a hablar papá? Del Quijote, como siempre”.
Canavaggio se inscribe en la nutrida tradición de hispanistas franceses del siglo XX, desde Marcel Bataillon a su contemporáneo Joseph Pérez. Profesor emérito por la Universidad de Nanterre, dirigió entre 1996 y 2001 la Casa de Velázquez, institución con sede en Madrid que promueve los intercambios artísticos y culturales entre Francia y España. Era caballero de la Legión de honor francesa y ostentaba la gran cruz de la orden de Alfonso X el Sabio y la orden de Isabel la Católica.
Pellistrandri considera que Canavaggio logró “dar de Cervantes una imagen global, no limitada al Quijote”. Recuerda que, cuando en 2001 dirigió la publicación de los dos volúmenes de Cervantes en la Pléiade, integró las Novelas ejemplares, La Galatea y Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
El ‘virus’ español
Nada predestinaba a Canavaggio a dedicar su vida a Cervantes y España. Sus padres, nacidos en Córcega, se habían conocido en Alejandría. Fue un “tebeo” ―esa es la palabra que usaba él— sobre un episodio del Quijote lo que despertó el interés por todo lo español. A los 12 años empezó a estudiar la lengua.
En la entrevista, Canavaggio explicó que no leyó entero el Quijote hasta que, en la universidad, dedicó su trabajo de licenciatura a la relación entre la filosofía poética del humanista Alonso López Pinciano y Miguel de Cervantes. Recordó que, cuando fue a Madrid para investigar, le costó acostumbrarse a los horarios. “A partir de las doce del mediodía”, decía, “leyendo el Quijote y viendo lo que Sancho comía, me entraba un hambre tremenda”.
Pellistrandi, que es historiador, cuenta que el virus español lo contrajo un poco antes, durante una visita España junto al escritor Emmanuel Berl y su esposa, la cantante Mireille. Berl, personaje novelesco cuya vida recorre buena parte del siglo XX y que trató a Proust y apadrinó a Modiano en sus inicios, era amigo del padre de Canavaggio (ambos, Berl y Canavaggio padre, que era periodista, coincidieron en la proximidad al régimen colaboracionista de Vichy al inicio de la Segunda Guerra Mundial). “Para aquel chico fue un viaje lleno de experiencias humanas”, decía el martes por teléfono Pellistrandi, que fue su amigo. “Fue clave.”
Era la España de los años cincuenta. “Cruzamos Castilla en coche”, recordaba Canavaggio. “Me impresionó enormemente. Era la España de Unamuno y Azorín. Era un desierto. Había que pensar en tener suficiente gasolina, porque los puestos de gasolina no estaban por todas partes. Y luego, llegar a Madrid: gran ciudad, la capital, con corbata y chaqueta los chicos, muchos militares por todas partes, y los hombres con bigote”.
Aunque no fue un intelectual politizado, intervino ocasionalmente en el debate público. En octubre de 2017 firmó en Le Monde, junto a otros hispanistas de renombre como el historiador británico John Elliott, un manifiesto en defensa de la Constitución, el estado de derecho y la democracia en España frente al intento de secesión en Cataluña. Unos meses después, una conferencia suya sobre Cervantes en la Universidad de Barcelona, organizada por la asociación anti-independentista Societat Civil Catalana, fue boicoteada por estudiantes independentistas al grito de “Fuera fascistas de la universidad”. “No me esperaba encontrarme con un rechazo a base de golpes, silbidos e insulto”, declaró apenado a El Periódico.
Sus intereses no se limitaron al Quijote y el Siglo de Oro, y abarcaron desde Prosper Mérimée a José Ortega y Gasset. En septiembre, la editorial Bartillat publicará Una meditación sobre Europa, de Ortega y Gasset, con traducción, prefacio y notas de Canavaggio.
Del Quijote lo que le sedujo primero fue su personalidad: “No es un héroe, y tampoco un payaso. Quienes se topan con él no saben si es un loco o un sabio”. Aunque algunas lecturas de la novela identificaron al protagonista con una supuesta alma de España, él creía que hoy no simbolizaba nada típicamente español. “Los españoles quizá se estén desquijotizando”, añadía. “Los imperativos del mundo moderno les obligan a desentenderse de ciertas imaginaciones. Combatir contra molinos de vientos y creer que son gigantes no entra en el ADN actual de España y los españoles.”
Canavaggio se identificaba más con Cervantes que con el Quijote. “Cervantes tiene un encanto personal”, argumentaba. “Cuando te dirige la palabra, te habla como a un amigo”.
Lo mismo sentía quien conversara con él. Hablaba a media voz, sin imponerse. El viernes se oficiará el funeral en la iglesia Saint-Charles de Monceau, en París. El lunes está previsto su entierro en Murato, en el norte de Córcega, la tierra de sus antepasados.
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