De pequeño, Chris Ware estaba convencido de que tarde o temprano tendría superpoderes. Creía, básicamente, que era solo cuestión de tiempo. A saber cuántos se reirían de él. Al fin y al cabo, humillarle fue el deporte favorito de unos cuantos compañeros de colegio. A posteriori, sin embargo, puede decirse que el chico no se equivocaba. Como mucho, erró en la letra pequeña. Hoy, a sus 55 años, (todavía) no vuela ni luce una fuerza descomunal. Pero apenas hay seres vivos capaces de igualar su talento para juntar dibujos y palabras.
Se le considera uno de los mayores genios del cómic contemporáneo; un narrador único, por su estilo inconfundible y su profundidad, de la melancolía y la humanidad. Aunque, quizás, lo que más le una a los iconos disfrazados sea su lucha incansable por la bondad y la humildad. Se nota en su carrera y en 45 minutos de conversación telefónica. Tan constante como para que no suene naif. Presumiblemente, se verá también en las charlas que ofrecerá la semana próxima en España. Un golpe tras otro, entre viñetas y voz, hasta derribar a uno de los supervillanos del siglo XXI: la egolatría.
Dos veces el creador emplea el término “horrible”. Primero, referido al tiempo que su interlocutor habrá “perdido” buscando datos y viejas entrevistas sobre él. Incluso se disculpa por ello. Y, luego, respecto al hecho de que pueda haber público dispuesto no solo a leerle, sino a escucharle en una conferencia. “Resulta halagador. Pero es difícil pensar que la gente tenga interés en que te levantes y digas cosas. Hay autores a los que les gusta mucho. A veces, lamentablemente, coincide con que son los más respetados. Pero John Updike decía: ‘La celebridad es una máscara que te devora el rostro”. Frente a ello, él se define como un tipo cualquiera. Y aprovecha con ironía la etiqueta paternalista que se le pega a su oficio: “Es solo un dibujante de cómics”.
Uno, eso sí, con mucho que contar. El 10 y el 11, en el madrileño Museo Reina Sofía; y el 13 en el granadino Palacio de la Madraza. Sedes prestigiosas, a la altura de un artista que ha expuesto su obra en museos, ha colocado sus tebeos en listas fiables de lo mejor de la literatura, ha sido comparado con James Joyce y su Ulises y celebrado por autores como Zadie Smith, Dave Eggers o Art Spiegelman. Sobre todo, quizás, ha inventado una forma de hacer novelas gráficas: la suya.
La primera, Jimmy Corrigan, el chico más listo del mundo (Reservoir Books), hasta incluía un cómico manual de instrucciones para la lectura. Porque Ware despliega una creatividad desbordante y peculiarísima, empapada de humor y ternura. Viñetas grandes y otras minúsculas; tramas, diseños y diagramas que se sobreponen; de un estudio pormenorizado de un copo de nieve al suicidio de Superman; soluciones gráficas y narrativas siempre nuevas e inesperadas; todo para describir a individuos solitarios, derrotados, hasta patéticos, pero siempre entrañables.
Los mundos de Chris Ware, como se titula el encuentro en el Reina Sofía, colaboran para desmenuzar el planeta más familiar y extraño: el nuestro. Y, de paso, ofrecen una oda a la inmersión en la página impresa, cuidada al milímetro o más. Como muestra, Fabricando historias: una caja con 14 relatos entrelazados en forma y género distintos, de un periódico a un folleto, de un libro a un tablero. Prácticamente imposible, por cierto, de encontrar en español a estas alturas: todo un objeto de culto.
“A veces, cuando crees que has logrado algo, fracasas. Y otras sucede justo lo contrario. No sé si lo que hago es complejo. No exijo ni me espero nada del lector, sería un poco arrogante. Solo confío en que le resulte atractivo. Intento ser todo lo honesto que pueda y respetar su inteligencia, que suele ser superior a la mía”, apunta Ware. Sostiene que la atención maniática al detalle, el trazo limpio y la meticulosidad de su obra, de alguna forma, obedecen precisamente a lo contrario: la claridad. “Si algo genera incomprensión, el error es mío. Salvo que así lo esté percibiendo en ese momento el propio personaje. Para mí, la vida resulta confusa muchas veces, igual que lo que me dicen o que yo mismo pueda responder”. Si acaso, el autor desea que sus novelas gráficas contribuyan a la comprensión mutua, a empatizar. “Ser bueno supone un esfuerzo considerable. Ser malo, casi ninguno”, ha declarado. He aquí, en definitiva, el granito de arena de un hombre convencido de la innata bondad escondida en cada habitante de la Tierra. Con suerte, sus cómics ayuden a verla.
Los tebeos, desde luego, también mejoraron su existencia personal. Empezó dibujando las comidas en casa, a su madre o su abuela. Fue estudiando y copiando, sobre todo las historias de Batman o Spiderman. Hasta que, en el sótano de su abuelo, editor de un periódico, halló una colección de los Peanuts, de Charles M. Schulz. Ware ha llegado a definirlo como el evento que “más cambió” su vida. Charlie Brown, Snoopy y compañía le resultaron enseguida reales, “como amigos”. Más, por lo menos, que esos chicos que le acosaban en la escuela.
“Intentaba ser cordial con todo el mundo y eso, aparentemente, les cabreaba más aún, lo que nunca entendí. Pensaba: ‘Entonces, si soy superamable, ellos también lo serán’. Pero no funciona así”, ha recordado en alguna ocasión. Lo que evoca a Rusty Brown, otra de sus obras. Y contribuye a explicar por qué ese niño “flaco, pálido y friki” que hacía “sonidos raros de animales” fantaseara con adquirir algún súper don. En vez de una araña radiactiva, eso sí, le pinchó un lápiz. Y el apoyo incondicional de su progenitora, periodista apasionada de ciencias y de animar a su hijo. El padre, en cambio, siempre fue un fantasma. Hasta que reapareció de golpe con una carta y una propuesta de reencuentro que Ware ha novelado en Jimmy Corrigan.
En el noveno arte, pues, el artista ve un camino preferente para acercarse a la conciencia humana. Más, probablemente, que el cine, el teatro u otras disciplinas: “El tebeo pone todo a disposición a la vez en el papel. Mezcla imágenes, palabras e incluso música, a través del ritmo, igual que impresiones, recuerdos y pensamientos en un único formato”. La misma página alimenta lo que el lector ve y lo que imagina, como subrayaba el autor en una charla en 2019 con The Guardian. Y, a la vez, ofrecía otra reivindicación del cómic que ahora reitera: “Es un arte de la gente, de la clase trabajadora. Es endémicamente comprensible. Si ves un cuadro y no lo entiendes, culpas a tu ignorancia. Ante un tebeo, en cambio, dirías: ‘El autor es un idiota”.
Cabe creer que más de uno, entonces, lo haya dicho de él. Ware se ríe. A menudo, en el fondo, el propio autor no tiene ninguna piedad consigo mismo. Tanto que su método de escritura, que suele definir como “irresponsable”, conlleva infinitas pausas, abandonos de la mesa e inseguridades. “Cada vez que empiezo tengo que evitar escuchar las voces en mi cabeza que siempre me dicen que no voy a poder. Me levanto, paseo, vuelvo, cambio… es un proceso muy largo”, reconoce. Algunos de sus seguidores lo han resumido con cariño: tiene más premios que libros publicados. Aunque lo cierto es que, en los años que necesita para entregar cada tebeo, también se vuelca en otros proyectos, como sus aplaudidas portadas para revistas como The New Yorker. Y, además, subraya la longitud de sus obras, entre 300 y 400 páginas, más habituales en una novela que en un cómic.
Puede que sea la influencia de sus grandes lecturas. Hace más de dos décadas que Ware anda sumergido en el disfrute de los mayores clásicos de la literatura: Nabokov, Flaubert, Tólstoi, Proust… Por placer, aprendizaje y, también, espíritu de emulación: espera que sus cómics puedan colocarse en la senda de esa tradición y ambición literaria. ¿Hay alguno nuevo en el horizonte? “La secuela de Rusty Brown, la continuación de The Last Saturday y dos libros” de los que no puede desvelar mucho más. Enseguida, Ware agrega: “Hay bastantes cosas sucediendo en el mundo como para que esté esperando mis trabajos”. Aunque habrá quien, precisamente por eso, no vea la hora de que salgan.
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