Con el fallecimiento de Ernesto Garzón Valdés, en su casa de Bonn, el pasado 19 de noviembre, perdemos a uno de esos raros imprescindibles. No sólo por su muy relevante contribución en el ámbito de lo que conocemos como filosofía práctica, en la que deja un importante legado a lo largo de su extensa obra. También —diría que, sobre todo—, por su decisiva labor de puente entre el mundo intelectual europeo, anglosajón y latinoamericano. Dan testimonio de ello destacados grupos de investigación de universidades españolas, italianas, alemanas, finlandesas, argentinas o mexicanas, que se beneficiaron de su magisterio y que consiguieron estrechar redes internacionales gracias a sus múltiples iniciativas: desde revistas como Doxa o Isonomía a proyectos editoriales como la colección de Estudios alemanes, o la Biblioteca de Ética, filosofía del Derecho y política, y a seminarios permanentes de formación, entre los que destaca el seminario García Maynez, creado en el año 1991, el seminario permanente que impartió con periodicidad mensual durante más de veinte años en la Universitat Pompeu Fabra, en la que deja un gran número de amigos y excelentes profesores, o el que animó con la Fundación Coloquio Jurídico Europeo.
La biografía de Ernesto —de la que nos queda un testimonio tan valioso como autocrítico en su libro El velo de la ilusión— es imposible de resumir aquí. Nacido en Córdoba (Argentina), en 1927, fue un muy destacado representante de una escuela de teoría y filosofía del Derecho conformada, entre otros, por Ambrosio Gioja, Genaro Carrió, Carlos S. Nino, Carlos Alchourrón o Eugenio Bulygin. Conjugaba la metodología analítica con un amplísimo conocimiento de los clásicos del pensamiento filosófico, jurídico y político, una inverosímil capacidad de trabajo y una insaciable curiosidad intelectual, que le hacía estar al corriente de las más novedosas contribuciones, no sólo académicas, sino en el mejor sentido, cultural. Gracias a sus iniciativas, centenares de profesores e investigadores universitarios establecieron contacto con otras tradiciones y, como he señalado, crearon fuertes y perdurables lazos intelectuales. En particular, creo que debe destacarse que gracias a él (también a Elías Díaz y Gregorio Peces-Barba), toda una generación de profesores de filosofía del Derecho de universidades españolas, como la Pompeu Fabra, Alicante o Valencia, la Autónoma de Madrid, Zaragoza, Carlos III o Sevilla, pudimos salir del estrecho marco universitario dominante en nuestro país aún en los años 70 y entrar en contacto con lo mejor de la filosofía jurídica europea, norteamericana y latinoamericana. Como muestra de agradecimiento, recibió el doctorado honoris causa por un buen número de esas Universidades.
Ernesto ha muerto antes de que se conociera la elección del ultra Javier Milei como presidente de Argentina. En medio de esta doble consternación, en la que tenemos muy presente a su esposa Delia y a sus hijos y familia, estoy seguro de que él nos habría recordado, con su proverbial ironía y elegancia intelectual, que ha habido otros tiempos aún más difíciles y que se pueden superar. Él mismo lo hizo, con enorme inteligencia y trabajo, cuando fue represaliado por la dictadura de Videla, expulsado de la universidad y del cuerpo diplomático (había sido entre otras cosas embajador plenipotenciario en Bonn) y forzado al exilio en Alemania: Borges lamentó su expulsión en un memorable artículo titulado Prescindir de los mejores. En Alemania obtuvo la cátedra en la Universidad de Mainz, en la que se jubiló y desde la que llevó a cabo la ingente labor que he tratado de resumir. Por todo ello, no se aplicará a Ernesto la sentencia de Bergamín, “vienes de un mundo de mortal memoria/ y vas a otro de mortal olvido”. Sus amigos y, sobre todo, sus discípulos, sus estudiosos y sus lectores, aseguran larga vida a su legado.
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