Se dice que durante las Cortes de la Segunda República el líder socialista Indalecio Prieto y el jefe de filas de la derecha José María Gil-Robles nunca llegaron a dirigirse la palabra cuando se cruzaban por algún pasillo del Congreso. Algunos historiadores opinan que si estos dos cabecillas de bandos contrarios se hubieran sentado un día a tomar café no se habría producido la Guerra Civil. Muerto Franco, llegó la democracia. Parecía que semejante actitud entre políticos contrarios se iba a repetir cuando aquel día de julio de 1977, a media mañana, los salones del Congreso se fueron llenando de diputados recién elegidos en las primeras elecciones democráticas del 15 de junio. La mayoría eran desconocidos, pero entre ellos había personajes que habían ocupado las primeras páginas de los periódicos en los últimos años del franquismo, de un lado y del otro, desde el poder o desde la clandestinidad, la cárcel o el exilio.
No había en Madrid un lugar más excitante en ese momento que el bar del Congreso, donde periodistas y políticos de todas las ideologías se veían por primera vez las caras, se cruzaban los abrazos, se intercambiaban noticias, chismes y rumores, y se mostraban la dentadura hasta la muela del juicio en las mutuas carcajadas. La primera amalgama entre los grupos parlamentarios de cada partido se producía en medio de un sonido de cucharillas, copas y tazas de las consumiciones. Al principio, los 20 diputados comunistas llegaban al Congreso y se dirigían directamente a sus escaños del hemiciclo y allí permanecían en silencio sentados, muy formales, a la espera de que se abriera la sesión, como dando a entender que ese asiento no se lo pillaba nadie, con lo que les había costado de alcanzar. Eran 20 rostros de viejos luchadores contra el franquismo, que habían sufrido cárcel, tortura y exilio, pero a la gente de la calle les recordaban la guerra civil, una tragedia que trataba de olvidar. España había decidido decir adiós a todo aquello.
Muchos periodistas habían tomado el Congreso como un circo, o tal vez como una plaza de toros, puesto que sus crónicas estaban salpicadas de imágenes y expresiones taurinas. Esperaban que se produjera un tercio de varas cuando se enfrentaran Santiago Carrillo o Dolores Ibárruri con Manuel Fraga Iribarne en el hemiciclo, pero no sucedió nada más allá de la tensión. Mientras Fraga en el papel de toro nacional iba por la vida resoplando y comiéndose las palabras, Carrillo pasaba por la ardua tarea de convencer al público de que no tenía cuernos ni rabo. Pasionaria dormitaba en su escaño como esas madres ibéricas de luto que esperan en una estación perdida un tren lejano que tal no va a pasar nunca. Adolfo Suárez exhibía el diseño corporal de un actor secundario de una película de romanos, la mandíbula recta, la mano apta para dar palmadas en el costillar. A Guerra le bastaba con la lengua ácida preparada para el chascarrillo venenoso. Felipe apuntaba maneras de lo que sería un gran líder de izquierdas. Tierno Galván, con el cuello blando y el gesto abacial, repartía oraciones y consejas. ¿Quién se acuerda ahora de todo aquello? La historia de aquellas Cortes consiste en la forma en que los comunistas un día decidieron entrar en el bar del Congreso y pedir un café con leche. Primero se sentaban en corro en un rincón, pero poco a poco se disolvieron en el ambiente de camaradería y fueron los primeros en admitir que allí ya no había enemigos sino adversarios.
Tampoco había banderías entre los periodistas. Después de la sesión de la tarde cada uno mandaba su crónica al medio respectivo y después se iban juntos a tomar copas al Bocaccio, a Oliver o a Carrusel. Eran aquellas noches de verano de amor libre, de acracia feliz, en que Gato Pérez cantaba Gitanillos y morenos, el acordeón de María Jesús tocaba Los pajaritos y los alemanes en las terrazas de la costa, ahítos de paella con sangría, movían los codos como queriendo volar. Cuando el director de EL PAÍS pidió a este periodista que se ocupara de la crónica parlamentaria, lo primero que le vino a la mente fueron los escritores que le habían precedido en esta tarea. Imaginaba que en aquella tribuna de la prensa se habían sentado Azorín, Galdós, Fernández Flores, Julio Camba, Josep Pla. De hecho, la crónica parlamentaria constituía en sí misma un género literario. Pasearse por los salones del Congreso, tomar café con los diputados en el bar, sentirse cerca de los líderes políticos y después de respirar el ambiente, escribir un texto acerado que fuera mitad político, mitad social para que el lector con solo haberlo leído se diera por enterado antes de opinar.
Me vienen a la memoria aquellas noches de Bocaccio, de Oliver y de Carrusel cuando todavía era posible no odiarse, beber juntos, ser independiente, mientras la libertad se estaba desperezando como una hermosa gata y aún creíamos que la política era una de las bellas artes y no, como hoy, un infierno lleno de palabras.
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