A finales del siglo XVI y principios del XVII, el progreso económico se afianzaba en Europa. Banqueros, grandes comerciantes, reyes y nobles ampliaban o multiplicaban sus palacios y residencias, lo que les obligaba a encargar cuadros cada vez más grandes para cubrir con notables obras pictóricas sus amplias paredes. En 1638, por ejemplo, Felipe IV le pidió de golpe 120 obras al pintor Pedro Pablo Rubens (1577-1640). Pero por muy afanosos que fuesen los talleres que ayudaban al artista alemán ―el de Rubens era enorme, lo que le llevó a confesar que ya no podía contratar más ayudantes, “aunque fuesen hijos del alcalde”― resultaba imposible atender la creciente demanda. Una pintura de grandes dimensiones podía requerir hasta seis años de trabajo, bien es verdad que los artistas no se dedicaban solo a una única obra, sino que trabajaban en varias a la vez. Incluso, como Velázquez, podían estar años sin coger un pincel, lo que ralentizaba más los acabados prometidos. Por eso, se desarrolló lo que se conoce como “técnica veneciana”. Este método de trabajo reducía espectacularmente el tiempo de elaboración de una pieza, en menos de un año podía estar terminado un cuadro para el que se hubiera necesitado un lustro con técnicas anteriores. Nadie conoce quién fue su creador, aunque se piensa que el veneciano Tiziano (1490-1576) fue su pionero, o uno de los primeros en emplearla, y que aprendió Rubens.
El Museo del Prado tiene previsto en octubre del próximo año inaugurar la exposición El taller de Rubens, comisariada por Alejandro Vergara Sharp (Washington, 63 años), jefe de conservación de pintura flamenca de la pinacoteca nacional. En ella se recreará con gran exactitud cómo era el laboratorio artístico del genio de Siegen (Alemania), incluyendo los olores que aspiraba cuando creaba. Eso sí, dado que ahora existen otras normas sanitarias ―si es que había alguna en el siglo XVII―, la esencia de la tóxica trementina que empapaba el estudio será sustituida por otra muy semejante, pero completamente inocua. La muestra incluirá una quincena de piezas ―el Prado es el museo con más obra de Rubens del mundo, 92 de las 1.500 que pintó― y la recreación milimétrica, gracias a un pintor profesional, de cómo plasmaba su imaginación sobre los lienzos.
La técnica, a grandes rasgos, consiste en dar preeminencia al color y su sensación lumínica por delante de las formas, en las que se recreaban los artistas antes del desarrollo de este método. Los flamencos, por ejemplo, pintaban milímetro a milímetro, pero con el nuevo sistema se empezó a hacer por capas de color, comenzando por un fondo oscuro que resaltaba las tonalidades de los siguientes estratos superpuestos. Desde el XVII hasta prácticamente Goya, todos los pintores emplearon este método. “Era lo que se conoce como economía del arte”, explica Vergara. “Se podían terminar muchos más cuadros, que eran un bien de lujo, y exportar a otros reinos que los reclamaban. Los artistas ganaban así mucho más dinero porque sus obras eran más grandes y, lógicamente, más caras”.
Jacobo Alcalde (Madrid, 33 años) ha sido el artista elegido por el museo para recrear cómo trabajaba Rubens. Con solo nueve años consiguió ser becado por una fundación y a los 19 vio colgado uno de sus cuadros en el Museo Europeo de Arte Moderno (MEAM), en Barcelona. Ha estado años estudiando la técnica veneciana. “La mayoría de los pintores dejaron escrito cómo trabajaban, por lo que tenemos mucha documentación. Pero el problema ha sido leer los textos en castellano de los siglos XVI o XVII y, sobre todo, descubrir las medidas [mezclas y porcentajes], porque no las indicaban”, señala. “También he tenido que estudiar las texturas, las transparencias, las saturaciones y las propiedades del color para intentar recrear la obra. La velocidad a la que se debe dar la pincelada es diferente si se emplea pintura del XVII o del XXI”.
Con la citada técnica, Alcalde va a copiar la obra de Rubens Mercurio y Argos, que se expone en el Prado. Necesitará al menos cinco meses para hacerlo. Lo primero que ya ha hecho es encolar el bastidor y el lienzo, que tienen las mismas medidas que el original. A continuación, pasó una piedra pómez para evitar cualquier imperfección en la tela. Después la cubrió con una mezcla de carbonato de calcio con aceite y tierras. La mixtura tardará unas dos semanas en secarse, a principios de diciembre.
Luego, dibujará muy levemente sobre el lienzo los personajes y comenzará a hacer imprimaciones de color, además de un bosquejo de los volúmenes. Finalmente, dará capas de color bastante transparentes y los últimos realces en determinadas partes de la pintura. El proceso acaba con el barnizado de la obra.
Los pinceles y las pinturas que se emplearán son los mismos que en la época de Rubens para lograr la textura y las velocidades de extensión de los colores. Los pinceles llevan pelo de mustélido (martas, tejones o ardillas), actualmente prohibido. El blanco plomo que empleaban los pintores ―color esencial en esta época― se realizaba introduciendo varios rollos de plomo en estiércol y vinagre de vino. Todo se enterraba y, al cabo de unas semanas, se conseguía una costra de escamas que se mezclaba con agua, linaza y nuez hasta obtener la textura deseada. Este tipo de pintura, dada la toxicidad del plomo, también está prohibida en la actualidad.
Todo el proceso será grabado en vídeo por el Prado y se exhibirá en la exposición en grandes pantallas. “Es un auténtico reto”, afirma Vergara, al tiempo que Alcalá admite: “Me siento como un alquimista que no sabe qué va a obtener”.
De los 120 cuadros que Felipe IV le reclamó a Rubens, este le respondió que solo podría entregarle 60 bocetos a tiempo, y eso que en su taller contaba con 20 ayudantes, entre ellos, Anton van Dyck (1599-1641). Al final, el alemán únicamente firmó 14. Alcalde solo tiene que hacer uno, pero sin taller propio que le ayude y sin un maestro que le guíe. Un auténtico reto para cumplir a tiempo el encargo del Prado. Como Rubens.
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