Fue una especie de West Side Story, pero en versión género urbano. Faltó la música de Leonard Bernstein, así que igual hay que asumir que lo de anoche resultó el primer musical (como los que se desarrollan en los teatros de la Gran Vía madrileña) sobre el género urbano español. El recinto se remodeló para la ocasión, con dos escenarios enfrentados. Para los que conocen el WiZink: uno situado donde siempre y el otro empotrado donde habitualmente se levanta la grada supletoria. Les unía una larga pasarela decorada con farolas y motivos callejeros. Un poco todo de cartón piedra, pero funcionaba. La pasarela, en la que se moverían los dos intérpretes, fracturaba al público en dos espacios.
Como protagonistas, dos músicos que poseen ese don de transmitir, a veces luminosamente, otras en tonos más sombríos, una verdad forjada en barrios donde los días se viven a sobresaltos. Todo conseguido desde ese concepto llamado autenticidad que por manoseado conviene utilizarlo solo en las ocasiones que realmente lo merezcan. Y esta lo es.
Dellafuente, granadino de 31 años, y Morad, catalán del barrio de La Florida en L’Hospitalet de Llobregat, de 24. Entre los dos suman conflictos con la policía, deserciones de la escena musical durante tres años, alergia a las entrevistas y respeto de los compañeros de profesión. Llenaron el martes y anoche (esta crónica pertenece al concierto del miércoles) el WiZink Center madrileño con 11.500 jóvenes por jornada, unas chicas y chicos que están viviendo la música urbana con una efervescencia que recuerda a épocas doradas del pop, como los sesenta. Un apunte, para los quisquillosos con esto de los números: fueron 11.500 y no las 17.000 habituales en este recinto porque con lo aparatoso del montaje se tuvo que reducir el aforo.
Pasaron tantas cosas anoche en una hora y 45 minutos que aunque repatee la propuesta musical que allí se escuchó es imposible no disfrutar. Montado por una marca de lo que llaman bebidas energéticas con el nombre de Red Bull Soundclash por Dellafuente y Morad, consistió en un combate de destreza musical. Una versión sofisticada y burbujeante de las batallas hiphoperas callejeras. Estuvo dividido en varias partes. En una primera ronda, los dos músicos versionaron la misma canción; en otra los artistas interpretaron temas del otro; en una tercera parte propusieron piezas propias, pero interpretadas con diferentes ritmos a los grabados; una cuarta con invitados; y una apoteosis final con temas a dúo, muchos de ellos incluidos en su disco compartido de este año, Zizou. Todo concebido con un propósito competitivo aunque allí había sobre todo buen rollo y colegueo.
Compareció un grupo de figurantes, que bailó, se machacó físicamente como si estuviera en un gimnasio, fumó y hasta limpió la zona, escobas en ristre. En general, interactuaron para dotar a aquello de vida callejera. Se movieron en ambos escenarios, en los que surgieron motos, cabinas de dj, entramados de andamiaje… Todo muy de musical, como ya quedó dicho. A pesar de lo original de la propuesta (o precisamente por ello, al no estar todo pulido) hay que señalar fallos: como esos operarios (hasta cuatro) con la cámara siguiendo a los músicos por la pasarela y convirtiendo a veces aquello en escenas embarulladas; o la falta de visibilidad cuando Morad se subió a un andamio y buena parte del pabellón no lo vio porque le tapaba una pantalla; o la penumbra de la pasarela, a pesar de que los músicos se situaban debajo de una de las farolas, acaso la que enroscaba una bombilla medio gastada. Esta última circunstancia hubiese sido un anticlímax, por repetitiva, a no ser por el entusiasmo de la gente. Con ese público no hay iluminación tenue que estropee un concierto.
Los dos músicos se presentaron en chándal (de la misma marca), el de Dellafuente del equipo de fútbol de su ciudad, Granada. Quedó bien el contraste de personalidades. Morad, expresivo, hablador, eufórico, emocional, bailongo; Dellafuente, parsimonioso, elegante, parco, tímido. Formaron un buen equipo. “Sigo vendiéndole sueños a la gente que no los tiene”, cantó Dellafuente en KTM, una frase que resume un estilo que conecta con una juventud que mira escéptica el mundo que van a heredar pronto. Ambos artistas tratan en sus letras, parte esencial de su éxito, temáticas comunes: la fidelidad a los que te ayudan en los momentos malos, la desconfianza ante el establishment, lo malo que es el dinero (lo saben bien, porque ahora lo tienen), el apoyo a la familia y al amigo “que se ha metido en líos”, el llorar las inevitables penas de un amor que ya no es tal. Existe un punto vulnerable en los dos, y eso les hace mejores. También fiestero, casi siempre comandado por Morad. Se mostró imparable el de Llobregat en temas como Pelele, con ese frenético ritmo africano. También lloró, en Mama me dice, el tema donde pide perdón a su madre por ser un quebradero de cabeza.
Dellafuente se mostró más personal y hondo cuando aflamencó sus canciones, como en Sharila, que aceleró y le quedó muy bien. El registro de ritmos durante la noche resultó variado, siempre moviéndose en lo urbano: reguetón, trap, hip hop, electrónica… Ya deberíamos denominar a esto pop. Y por si alguien lo duda, no hubo instrumentistas por allí: salvo una guitarrista en Mama me dice, todo estaba grabado. Estuvo francamente bien el dúo de Dellafuente con Lola Indigo (arrolladora) en Mala suerte, y también gustó el granadino con un eufórico C. Tangana, la sorpresa de la noche. Los dos interpretaron Guerrera. Prescindible resultó lo de Rels B y eficaz el almeriense RVFV.
Para la parte final se quedaron solos los dos protagonistas e interpretaron temas como No estuviste en lo malo, K Animal, Dineros o KTM. Cerraron con Manos rotas, la canción número uno en descargas esta semana en España. “Quiero mucho a vuestras familias y a vuestras madres”, dijo Morad antes de marcharse abrazado a Dellafuente. Muchas de esas madres y familias aguardaban con los coches en marcha en la puerta del recinto para recoger a sus felices hijos.
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