La primera vez que un entonces desconocido Edvard Munch exhibió su pintura en Berlín, invitado por la Asociación de Artistas de la ciudad, en noviembre de 1892, el impacto fue tan grande que la exposición tuvo que cerrar al cabo de una semana. Al público berlinés le fascinaba todo lo escandinavo, con sus paisajes naturalistas de montañas nevadas, lagos helados y fiordos majestuosos. Pero lo que ahora les ofrecía el joven noruego eran pinturas de trazos nerviosos y casi esquemáticos, de formas fluidas en colores intensos, y en conjunto bastante inquietantes. Munch resultó ser demasiado radical para el conservador arte berlinés.
El ímpetu que había imprimido Munch al arte, sin embargo, sería imparable a partir de entonces. Alimentado por el simbolismo francobelga que había absorbido en París, su trabajo imponía un cambio en la perspectiva: en vez de captar impresiones de la naturaleza, quería expresar las emociones primarias del individuo. El joven pintor paladeó el escándalo de su cancelación berlinesa. “Es lo mejor que me podía haber ocurrido. No podría conseguir una publicidad mejor”, escribió ufano en una carta a su familia. Y no se equivocaba: la muestra volvió poco después a la capital alemana y, entonces sí, triunfó. Su fama crecería desde la ciudad del Spree hasta consagrarlo como uno de los grandes vanguardistas del arte experimental del siglo XX.
Cuando se cumplen 160 años del nacimiento de Edvard Munch (1863-1944), dos exposiciones en Berlín y Potsdam celebran la obra del genio nórdico, pionero del arte experimental que irrumpiría en las primeras décadas del nuevo siglo. “Las obras de Munch eran tan vanguardistas y extrañas para Berlín en 1892 que golpearon el mundo del arte como un meteorito y lo hicieron añicos”, resume la historiadora del arte Stefanie Heckmann, comisaria de la exposición Edvard Munch. Zauber des Nordens (La magia del norte), en la Berlinische Galerie de la capital alemana: “Fue el inicio del modernismo en la ciudad y de la carrera internacional del artista”.
La muestra recibe al espectador con un plácido paisaje realista de las islas Lofoten (1891), del pintor Adelsteen Normann (1848-1918), favorito del emperador Guillermo II y padrino de Munch, para dar una idea del contraste entre la pintura naturalista que triunfaba en el Berlín enamorado de Escandinavia y la revolucionaria propuesta que presentaba Munch, que trastocó para siempre la imagen de aquella Escandinavia utópica. La muestra subraya la vinculación del artista con Berlín, donde refinó sus obras. Se exhiben 90 piezas del noruego, algunas muy conocidas como Vampiro o Madonna, en una retrospectiva que se complementa a la perfección con la exhibición del Barberini de Potsdam y permite disfrutar, en total, de más de 200 obras, algo excepcional fuera de Oslo.
Para Munch, la naturaleza fue un espejo de su agitación interna, lo que confería a sus paisajes un gran dramatismo. En ello se centra la exposición Edvard Munch. Lebenslandschaft (Paisajes de vida), en el museo Barberini de Potsdam, que reúne 116 pinturas, dibujos y litografías procedentes de una veintena de museos que muestran cómo el artista transfiguraba los parajes nórdicos para proyectar sobre ellos sus estados de ánimo más profundos. “La naturaleza no es solo lo visible para el ojo; también son las imágenes interiores del alma”, dejó escrito.
Aunque el pintor dedicó casi la mitad de sus obras a motivos de la naturaleza, hasta ahora no se le había considerado un paisajista, explicó Ortrud Westheider, la directora del museo, durante la presentación de la muestra en Potsdam, que antes pudo verse en el Clark Art Institute de Williamstown (Estados Unidos) y que en abril de 2024 viajará a su tercera localización, el museo Munch de Oslo. “Hemos querido abrir por primera vez esa perspectiva de su obra”, reveló Westheider, acompañada por la comisaria Jill Lloyd y la directora del museo Munch, Tone Hansen.
La exposición recorre los entornos naturales que reflejó Munch: los bosques, que para él eran fuente de misterio, como en Noche de invierno (1900), y las costas, que identificaba como las “líneas de la vida en perpetuo cambio”, como en Noche de verano en la playa (1902/03), y que suelen aparecer en sus escenas sobre melancolía, aislamiento y separación. Munch también subraya la unidad entre el ser humano y la naturaleza. La muestra del Barberini lo enfatiza al reunir en la misma sala una litografía de El grito —difícil de ver fuera de Oslo; las comisarias contaron que fue el último préstamo en confirmarse—, y su naturaleza en plena agitación, con la monumental El sol (1911), realizada para el salón de ceremonias de la Universidad de Oslo, que desprende energía positiva, con la estrella brillando en todo su esplendor como suministradora de vida.
Las dos instituciones han aprovechado las semanas en las que coinciden las exposiciones para crear una entrada conjunta (20 euros) que facilite la experiencia de disfrutar de tantas obras del genio noruego a la vez en Alemania. La relación de Munch con el país fue definitiva para su despegue internacional. Entre 1892 y 1908, la cosmopolita capital del imperio alemán fue su residencia durante varias temporadas. Allí bebió de su ambiente intelectual, especialmente en la taberna Zum schwarzen Ferkel (El cochinillo negro), en el bulevar de Unter den Linden, adonde acudían el dramaturgo sueco August Strindberg y la poeta y pianista noruega Dagny Juel, que fue musa de Munch, entre otros. En ese entorno, influido por el pensamiento de Nietzsche, abundó en el concepto del individuo heroico y creador que se libera de las constricciones religiosas, morales y sociales para crear su propia realidad.
La muestra berlinesa exhibe una de las variaciones de Melancolía (1891), que se expuso en la polémica primera exposición y describe uno de sus temas más célebres. En ella, la tristeza del joven en primer plano parece proyectarse en la playa del fondo, desdibujando los perfiles de la orilla, las olas y las rocas, en un todo convulso de trazos de grafito, lápices de colores y óleo, impetuosos e inacabados. Es un ejemplo de su distanciamiento de aquel naturalismo que copiaba la naturaleza: “No podemos superar a la naturaleza. Es mejor describir emociones; las de uno mismo”, escribió Munch.
Munch quería sondear las sensaciones humanas más intensas: “Una obra de arte sale únicamente de las profundidades del ser humano”, anotó. Para ello, el arte más en boga, como el naturalismo y el impresionismo, no le servían. “Empecé como un impresionista, pero durante los conflictos emocionales y existenciales de mi periodo bohemio, el impresionismo ya no proporcionaba suficiente expresión. Tenía que encontrar un estilo para expresar lo que conmovía mi mente”, explicó en una de sus anotaciones.
Entre las sensaciones que buscaba reflejar sobresalía el angst, palabra germánica que aúna los sentidos de ansiedad, angustia y temor, que fue el denominador común de buena parte de su obra. Munch, que cargaba con una historia familiar trágica después de perder a su madre siendo niño y a su hermana siendo adolescente, víctimas de la tuberculosis, consideraba el miedo, la ansiedad y la amenaza como experiencias humanas formativas y fundamentales. Su lenguaje para expresar estas emociones elementales serían los mitos del simbolismo, como el beso, el vampiro, los celos, la desesperación y la muerte.
En la exposición, esa sensación de temor emana de obras como la xilografía Angst (1896), que pertenece al mismo ciclo que la celebérrima El grito (1893), y que describe a un grupo de burgueses que miran expectantes al observador, rodeados de un cielo ondulante y ominoso. También en el óleo Vampiro (1916-18) flota una atmósfera siniestra, donde la cabellera rojiza de una figura femenina abraza como una medusa la cabeza de un hombre indefenso. En Madonna (1895), una mujer pálida y desnuda parece fundirse con un fondo oscuro de líneas vibrantes y sinuosas. En otras escenas se impone la soledad y el aislamiento, como en Dos seres humanos (1896), y en La danza de la vida (1899). Munch consideraba que sus escenas sobre emociones primarias se entendían mejor agrupadas y así concibió la idea de exponerlas en series como su magna El friso de la vida.
Las exploraciones de Munch sobre la psicología y la naturaleza lucieron en la gran retrospectiva que Berlín le rindió en 1927, ya sexagenario y coronado como padre de vanguardias como el expresionismo. Su vinculación con la capital abarcó 60 exposiciones desde el escándalo de 1892 hasta la llegada del Tercer Reich en 1933. Munch, aunque residía en Noruega desde 1909, resultaba incómodo para los nazis, pues era la encarnación del genio nórdico, pero a la vez su arte fue declarado “degenerado”. En abril de 1940, cuando las tropas nazis ocupan Noruega, Munch evita el contacto con ellos y se aísla en su granja a las afueras de Oslo. A su muerte, en 1944, donó toda su obra a la ciudad de Oslo. Un legado que, con punto de partida en Berlín, transformó la imagen de lo nórdico y dejó una huella imborrable en el arte universal.
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