Si Ridley Scott sorprende al público con su manera de mostrar en su última película a Napoleón practicando el sexo con Josefina, la obra teatral Els Buonaparte, estrenada el viernes en el teatro Akadèmia de Barcelona no le va a la zaga en la plasmación de las efusiones eróticas del emperador francés. En el espectáculo, montaje de Sílvia Munt de la obra de su marido, el actor y dramaturgo Ramon Madaula, Napoleón está metido en una bañera y su fiel mameluco Rustam (un personaje histórico que le hacía de guardaespaldas, criado y hombre para todo desde su expedición a Egipto) le lava y masajea cuando, para estupefacción y solaz (también) de la audiencia le suelta como si tal cosa: “¿Llamo a una cortesana o le hago una paja, sire?”. A lo que Napoleón responde sin ambages: “Mejor una paja, que las cortesanas quitan mucho tiempo”. Y allá que va el fiel mameluco. Como estampa histórica no tiene precio.
La escena, con ecos más de Torrente que de Emil Ludwig, incluye como banda sonora además del chapoteo y el recuerdo calentorro de Napoleón de una robusta campesina española, redoble de tambores. “Napoleón, el mundo es tuyo”, musita Rustam mientras lleva a término el ejercicio manual. “Ah, aún no”, responde polisémicamente el emperador en su húmedo Austerlitz.
El espectáculo, de una hora y media y muy entretenido (el público ríe con ganas), recrea con mucha imaginación el encuentro el 5 de noviembre de 1808 en un caserío de Vitoria de Napoleón con su hermano mayor José, rey de España y de las Indias, que ha puesto pies en polvorosa de Madrid tras estallar la guerra de Independencia. El emperador, que viene con sus tropas a poner orden, le cita en privado en lugar del acto oficial de encuentro previsto y José (David Bagés) llega a la casa en que se aloja su hermano de muy mal humor por el cambio. Napoleón (Pau Roca) se está dando un baño (le hemos visto quitarse el emblemático uniforme de oficial de granaderos) y sale de la bañera, tras la escena con Rustam (Oriol Ginart), y se viste a medias, quedándose con un ridículo calzoncillo largo tipo Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre toda la representación. Premeditadamente o no, la prenda le deja a la vista el imperial trasero. José arriba acalorado y agobiado y acepta de buena gana darse él también un baño. Los dos hermanos discuten agriamente sobre la situación en España, ese gran imbroglio (“¡para mí España es un forúnculo”!, exclama Napoleón), mientras Rustam trata de ser tan servicial en la bañera con José como antes lo ha sido con Napoleón, para alarma del rey de España y enorme diversión del público. Napoleón le anima justificando el sexo manual como “más higiénico” que con las prostitutas de los campamentos y “cosa de soldados”.
Rustam, mostrado como un servidor maltratado, escéptico, insatisfecho, resabiado y falsamente sumiso (el personaje histórico acabó traicionando a su señor y rechazado por este), pone una comicidad muy efectiva, tipo Buster Keaton o el Marty Feldman de El jovencito Frankenstein, hecha de réplicas agudas, miradas y silencios elocuentes. En algunos momentos se pasa de frenada y va un poco a su bola, pero sirve de contrapunto popular y oprimido a los dos poderosos hermanos y su egoísta visión del mundo. El espectáculo lo feminiza un tanto (¡a un mameluco, caballería de élite de la Guardia Imperial!) para enfatizar su calidad de explotado.
Lo mejor de la función es el sensible José de David Bagès, superado por la crisis española y subordinado a su poderoso y manipulador hermano menor, que por un lado le exige afrontar la situación y por otro le ningunea considerando que el trono le viene grande. El José de la función resulta cómicamente desolado (“soy el rey más odiado de la historia”, “¡pues fusila más!”, le espeta su hermano; “¡es que me llaman Pepe Botella!”). Bagés se recrea en una panoplia de efectivos gestos de aflicción, angustia y desamparo.
Las consideraciones políticas, dinásticas (puyas muy actuales a los Borbones) y militares (muy interesante la descripción de la derrota de Bailén) se mezclan con la nostalgia corsa y juvenil, y sobre todo con el tema de la familia. Asistimos al ajuste de cuentas entre “Napoleone” y “Giuseppe” y a un cruce de reproches personales entre ambos, despojados los dos de sus dignidades junto con sus ropas. Son recriminaciones que le sonarán a cualquiera que tenga hermanos. De hecho, Madaula, el autor, tiene, además de un interés en la Historia una verdadera obsesión por las trifulcas familiares.
Mientras Rustam les sirve patatas con chorizo, José se abisma en la melancolía y los recuerdos en tanto Napoleón, tras algún momento pasajero de debilidad, se encastilla en su orgullo y su vanidad (“soy la mejor cabeza pensante y la mejor espada de Europa”, “¿sabes por qué me hice emperador? Porque sin mí el mundo sería peor”). La obra acaba subrayando el choque entre el “sentimentalismo” de José (“no volveré a Madrid hasta que me digas que me quieres”, le suelta al emperador) y la mirada práctica y resolutiva de Napoleón, todo águilas y cañones, con Rustam poniéndose de lado del hermano mayor (“¡cursis!”, estalla el gran Bonaparte que no puede creer que la alta política y la razón de Estado se le enfanguen en ese Waterloo emocional).
El espectáculo es efectivo y está bien resuelto. Madaula muestra buen conocimiento del tema y sin duda se lo ha pasado estupendamente escribiendo la pieza (como lo pasamos nosotros al verla). Sílvia Munt la ha montado con elegante sobriedad, fiada al texto y a los actores, a la omnipresente bañera y algún efecto audiovisual. Está previsto que la obra se estrene en castellano en Madrid. De momento puede verse hasta el 14 de enero en el Akadèmia. Una buena oportunidad para redondear esta temporada napoleónica.
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