El titular de una entrevista publicada en Ideas despierta mi curiosidad: “Es estúpido gastar tanto dinero, esfuerzo y tiempo en ir a Marte”. Kohei Saito (Tokio, 1987) investiga en las áreas de ecología y economía política desde un enfoque marxista; resignifica la palabra “progreso” atendiendo a una coordenada ecológica en conflicto con los intereses de una clase que reivindica su derecho al derroche y al consumo como forma de felicidad desde un sitio en el que derroche y consumo son fantasmagorías: no se tiene ni siquiera trabajo. Este resentimiento califica de “pijas” las protestas contra la construcción de campos de golf en medio del desierto. Desde ahí, entiendo la última película de Wim Wenders. Compleja y deslumbrante.
A Wenders le preocupa la destrucción de la idea de bien común en las sociedades occidentales e identifica esperanzadamente, entre las generaciones más jóvenes, maneras de pensar la realidad y habitar el mundo que evitarían la voladura controlada de la especie y su hábitat. Plantear que viviríamos mejor con menos no equivale a hacer alegatos por la precariedad. Ni en la realidad ni el estilo. Quizá Wenders ha leído a Saito y el supuesto minimalismo de Perfect Days no se comprende bien si no se interpreta desde la crítica del capitalismo. El minimalismo ultrasofisticado con que se enfoca la ultrasofisticada vida de Hirayama, limpiador de retretes públicos en Tokio, remite a la satisfacción por el trabajo bien hecho, el gusto por las pequeñas cosas, la cultura como cultivo y no como acumulación, la concentración y lentitud requeridas para leer un libro, escuchar una canción, disparar una fotografía. Hirayama es un ser humano que no existe, una construcción utópica, que nos habla del tiempo en que vivimos: reconocemos también esa opción estilística, esa conciencia del arte-artefacto, en los colores y el chaplinesco amor de Fallen Leaves. Nada es sencillo en estas películas.
La conquista de la felicidad de Hirayama es antisistémica y nada conformista: cuando se siente explotado, incapaz de hacer otra cosa que no sea trabajar, protesta. Su existencia es una obra de arte; en su desarrollo descubrimos valores que contradicen el discurso hegemónico. Hirayama no procede de la clase obrera, se desclasa, subvierte el significado del éxito. No es un competidor, sino un hombre que realiza un trabajo; quizá el único que puede desempeñar dignamente en una sociedad en la que el triunfo hace de ti angustiada galga de canódromo. Quizá Hirayama es casi feliz a costa de ser casi pobre. Casi es un palabra importantísima. Porque acaso el dinero no da la felicidad, pero hay un límite que nos coloca a en lugares indignos.
La casi misantropía de Hirayama lo reconecta, paradójicamente, con los seres humanos. Cada secuencia conduce a la imagen de un vínculo y una responsabilidad hacia las personas. Perfect days no es una película para olvidarnos de todo. Hay esperanza, pero quedan esquirlas: Hirayama, interpretado magistralmente por Koji Yakusho, no es invulnerable a la caducidad en una civilización que nos envejece de un modo prematuro. Hirayama rebobina cintas. Su joven compañero Takashi le pregunta por qué se esfuerza tanto, mientras califica sus experiencias siguiendo esa directriz que nos identifica como individuos que consumen: esta amistad es nueve sobre diez; mi futuro con esta chica está en dos sobre diez. El limpiador de retretes lee a Faulkner, selecciona con cuidado los libros que lo alimentan mientras el turbocapitalismo-estómago genera veloces artefactos culturales y rentabiliza, como fetiches, las momias analógicas. La punzada del mundo perdido duele: Nina Simone canta Feeling Good y nuestros ojos se imantan a las expresiones de un Hirayama feliz y medularmente desgraciado.
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