Como para no estar preocupados. Al presidente del Gobierno le había asesinado un anarquista un par de años antes. Filipinas y Cuba acababan de pasar de colonias a trauma nacional. Ni la corona podía otorgar seguridad, inmersa en la regencia de María Cristina de Habsburgo a la espera de que el joven Alfonso XIII creciera. Así que una de las pocas certezas, en la España de 1899, había de buscarse en el lugar más inesperado: los teatros. “Estaban siempre a reventar. Como en todas las épocas convulsas”, apunta Antonio Onetti, actual presidente de la SGAE. Los autores que cocinaban tantos éxitos, sin embargo, solo se comían las migas: el pastel terminaba devorado por un grupúsculo de empresarios. Hasta que el comediógrafo Sinesio Delgado y el compositor Ruperto Chapí concibieron una organización que uniera y protegiera a los creadores y sus derechos. Es lo que tienen los artistas: ideas rompedoras.
La Sociedad de Autores Españoles (SAE) nació el 16 de junio de 1899 con 11 socios. Ahora suma 132.514, una G más en su nombre y 125 velas en su tarta de cumpleaños. Arrancó cuando la radio era privilegio de pocos inventores y la zarzuela arrasaba con su modernidad. Tiempos en los que a Benito Pérez Galdós le sacaban a hombros del teatro María Guerrero para exaltar su Electra y el aire acondicionado estaba a punto de socorrer a tantos espacios escénicos obligados a cerrar en verano. Hoy la entidad abraza internet, hace volar sus obras por la nube y mira de reojo a la inteligencia artificial. Entre medias, hubo guerra y dictadura, machismo y solidaridad, sinfonías solemnes y bailes desenfrenados. Así que un paseo por su archivo equivale a recorrer los últimos 125 años de cultura española. Empezando por la primerísima creación registrada.
‘La espuma’ y la ayuda
“Esta obra es propiedad de su autor y nadie podrá, sin su permiso, reimprimirla, representarla ni traducirla, aunque es de suponer que no habrá quien lo intente siquiera”, escribe Sinesio Delgado en el arranque de La espuma, donde presume del hito pionero que marca. Aunque también recuerda la reacción furiosa del público, entre silbidos y pataletas. Y deja una profecía que el tiempo hizo certera: “Detrás de mí vendrán otros, mejor pertrechados y con más agallas, y el triunfo a la postre será de la razón y de la justicia”. En 1903, la SAE ya sumaba 103 socios. “La esencia sigue siendo la misma: la defensa de los autores y sus obras. Por eso también somos distintos de tantos despachos de abogados especializados en propiedad intelectual”, señala Onetti.
Para ello, cita otro capítulo inicial de la historia de la entidad: en 1914 se crea el Montepío de autores. Cada empresario debía reservar el precio de una butaca; los creadores aportaban algo de su recaudación. Y los fondos acumulados servían de hucha para los artistas en dificultad. No solo para formación, o asesoramiento. Onetti subraya que, a lo largo de las décadas, la SGAE ha pagado a sus socios cuestiones aún más serias: analgesia obstétrica, transfusiones, lucha a la indigencia o la drogodependencia e incluso entierros.
La zarzuela, es decir, la vanguardia
Hoy puede parecer un oxímoron. Pero cuando la SGAE dio sus primeros pasos la zarzuela llenaba las salas. El triunfo de Doloretes, en 1901, afianzó precisamente la fortaleza de la entidad: cuanto más poderosos y exitosos eran sus socios, mayor vigor tenía su pulso a los empresarios. En los miles de cajas del archivo no hay espacio para prejuicios: caben zarzuelas asturianas o catalanas, piezas tan atrevidas como La borracha (1904, de Federico Chueca) o títulos que desvelaban tecnologías entonces casi futuristas, como El fonógrafo ambulante (1899, letra de Juan González, música de Chapí) o Cinematógrafo nacional (de 1907, libreto de Guillermo Perrín y Miguel Palacios, música de Gerónimo Giménez). Tal era el vínculo que más tarde, en 1955, la SGAE llegó incluso a comprar el propio Teatro de la Zarzuela, antes el riesgo de que fuera derruido. Finalmente, lo revendió al Estado.
A la vez, el anuario de estadísticas que publica la misma entidad cuenta cómo ese idilio se ha ido rompiendo: en 2022, los espectadores de zarzuela supusieron solo el 0,5% de la población. Y el documento parecido que edita cada año el Ministerio de Cultura ofrece otra pista: es una de las poquísimas disciplinas artísticas más frecuentada por los mayores de 55 años que por los jóvenes.
La tenedora de libros y la flor
Una foto de la primera junta directiva de la SGAE muestra una serie de señores más o menos barbudos alrededor de una mesa. No tan diferente a lo que sucede hoy en muchos consejos de administración del Ibex 35, se diría. Igual que actualísimo suena lo que sufrió Regina Escalante, primera trabajadora de la entidad, contratada en 1912 como “tenedor de libros”: un sueldo muy inferior al de sus compañeros varones.
La SGAE recuerda que la primera socia se incorporó apenas dos años después de la fundación (la dramaturga andaluza Casilda Antón del Olmet) y que la escritora Emilia Pardo Bazán se dio de alta en 1905. El archivo, además, atesora otro hito en la lucha contra el techo de cristal: en 1921 se registra la partitura de la música del filme Flor de España o La historia de un torero, de Helena Cortesina, primera mujer en dirigir e interpretar una película en España. A la sazón, por cierto, a la discriminación patriarcal le acompañaba otra, artística: los únicos derechos de autor reconocidos de un largometraje eran los musicales. Es un hecho que hoy guion o dirección también se protegen por ley. ¿Y la igualdad? Ahí es cuestión de opiniones.
Un largometraje infinito
Bajo una vitrina descansan dos copias de la misma partitura de 1937: Romanza húngara, de Juan Dotras Vila. Idéntico título, maquetación, letras. Y una diferencia mínima, pero colosal: una lleva un sello del sindicato CNT. La otra, de la Falange. Ambos organismos se incautaron de obras de la SGAE durante la Guerra Civil, como relata Mariluz González Peña, directora del archivo. Y la propia entidad se partió en dos, igual que España. En Madrid, quedaron los autores republicanos, mientras los partidarios de los sublevados organizaban su propia sede en A Coruña.
El genio alegre, película de Fernando Delgado cuya música está registrada en la entidad, encierra en sí toda la tragedia de la contienda. La SGAE, en una nota, llega a calificarlo como “el rodaje más largo de la historia”. Lo cierto es que arrancó antes del conflicto y finalizó después. Por entonces, varios intérpretes del largo se habían exiliado, de ahí que sus personajes pasen a aparecer de espaldas. Y el archivo también da fe de la represión franquista. Ahí está La tabernera del puerto, de Pablo Sorozábal, que se estrenó sin problemas en 1931 pero el recién nacido régimen aborreció. De ahí que la Falange intentara bloquear su representación en Madrid en 1940 y finalmente impidiera que su autor la dirigiera.
Galería de estrellas
La aventura de la SGAE está salpicada de grandes nombres de la cultura. Llegó a presidirla Galdós, en sus pasillos se ven obras de Francisco Barbieri o Pilar Miró. En 1956, la entidad supera por primera vez los 100 millones de pesetas de recaudación. Y sigue creciendo, también y sobre todo gracias a sus divos. Entre las partituras impresas de aquellos años (entonces aún se editaban) aparece auténtica historia de la música española: Cuéntame, de Fórmula V; Una muchacha igual que todas, de Marisol; Vuelvo a Granada, de Miguel Ríos; Tiempo de lluvia, de Joan Manuel Serrat o La romería, de Víctor Manuel.
La regulación, en 1966, de los derechos de autor de los cineastas supone también el ingreso en la SGAE de otros creadores célebres, de José Luis Borau a Antonio Giménez-Rico. Hasta que, en 1982, la entidad suma 27.000 socios.
Problemas, ¿y soluciones?
El ingreso de la SGAE en el siglo XXI trajo unos cuantos quebraderos de cabeza. Por un lado, la revolución de internet —la primera licencia digital es de 1998—, el surgimiento de competidores al cuasi monopolio de la entidad y el abandono de unos cuantos socios prestigiosos. Y, por otro, estrictamente relacionado, los vaivenes judiciales, que no se ocultan en la cronología que el organismo ha publicado por sus 125 años.
Preguntado por los errores, Onetti hace una distinción entre las dos décadas. La primera, de alguna forma, culmina con la detención en 2011 del presidente ejecutivo, Eduardo Bautista, y parte del equipo directivo, acusados de un desvío de fondos. Aunque todos los imputados fueron absueltos años después. El actual responsable lamenta la compra masiva de teatros, que endeudó a la entidad. Y cree que los nuevos actores digitales (especialmente las operadoras telefónicas) se volcaron en “desprestigiar el derecho de autor” por su propio interés: “Se convirtió al presidente de la SGAE en el enemigo público número uno de la sociedad. Quizás había mejores candidatos”. A la vez, eso sí, reconoce una comunicación deficitaria: “No fuimos capaces de contar lo que se hacía de manera más amable y humilde. Nuestra respuesta no fue inteligente”.
Pero, para Onetti, el verdadero problema llegó poco después. Él lo llama “distorsión del reparto de los derechos por la emisión de música en la franja nocturna de la televisión”. El público, y la justicia que lo investiga, lo conocen más bien como el caso rueda. Es decir, una presunta trama entre algunos socios de la SGAE, intermediarios y directivos de emisoras que ganaba millones gracias a la colocación repetida de ciertos temas en los programas de madrugada. Pese a una audiencia casi nula, esa franja llegó a suponer más de la mitad de los ingresos totales que la SGAE recibía por la música en la pequeña pantalla, gracias a una serie de estratagemas de dudosa ética e incluso legalidad, que dirimirán los tribunales. “Un sector pequeño consiguió que sus intereses primaran sobre los colectivos. Logró colonizar la SGAE y convertirla en un campo de batalla”, admite Onetti. Tanto que hicieron falta la amenaza de sanción del Ministerio de Cultura y hasta un límite más estricto aprobado por el Congreso, entre otras cosas, para ralentizar o detener la rueda.
Igual de complicado, o más, ha resultado para la SGAE corregir el daño de imagen. Por lo menos, mientras, la actividad parece volver a cierta normalidad: la recaudación prevista para 2023 ronda los 344 millones, 11 más que en 2022. Y en el primer semestre se repartieron 183,5 millones entre los socios, un 18% más que en el mismo periodo del año anterior. Las cifras de registro también se cuentan en muchos dígitos: 4.147.218 nuevas creaciones (musicales, audiovisuales y artes escénicas) y 3.078.245 obras existentes modificadas, solo en 2023. El pionero Sinesio Delgado bien podría estar orgulloso de eso: sí que vinieron unos cuantos detrás de él. Y los que quedan.
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