Mark Knopfler (Glasgow, 74 años) espera paciente en un reservado del Bluebird, un elegante restaurante y bar del barrio londinense de Chelsea. Bebe un café con leche; viste de oscuro; la cabeza, completamente rapada. Hay una mezcla de escepticismo, resignación y curiosidad ante la milésima entrevista que concede a lo largo de tantos años de trayectoria musical. Cien millones de discos vendidos en todo el mundo al frente de la banda Dire Straits. Una fortuna personal acumulada de casi noventa millones de euros. Y la certeza de ser una leyenda de la música rock. La mirada, la voz (sobre todo la voz) y la ironía le convierten de inmediato en alguien muy cercano.
“Hay tantas cosas nuevas en el mundo de la música. Por eso estamos hablando hoy tú y yo. Porque necesito levantar la mano en medio de la estampida. Tengo que levantarla y agitarla, para que se sepa que acabo de grabar un nuevo álbum”, explica Knopfler. “A la vez que otras 55.000 personas, probablemente, también habrán sacado un nuevo álbum. Es una situación ridícula. Pero es el modo de intentar vender tu música. Yo podría decir: ‘Ya no doy más entrevistas’. Dime entonces qué es lo que ocurriría. O, mejor dicho, qué es lo que no ocurriría”.
― Que nadie prestaría atención, por mucho que ya sea una leyenda.
― Exacto. Esto es una estampida ―, insiste.
Después de una turbulenta separación de la banda, en la que estaban también su hermano menor, David Knopfler, y el bajista John Illsley, Mark se lanzó a una carrera en solitario que le permitió sostener en el tiempo el éxito y la popularidad. Con discos geniales, y colaboraciones históricas: Bob Dylan, Rod Stewart, Sting, The Killers… ”Hace que la vida siga siendo interesante. Parte del placer que proporciona es el hecho de permitir que la música pueda respirar entre personas distintas. Siempre les regalo guitarras a la gente con la que toco”, admite.
El 12 de abril saldrá a la venta su nuevo álbum, One Deep River, del que ya se pueden escuchar temas como Two Pairs Of Hands, Ahead of the Game o Watch Me Gone. Knopfler vuelve a Gran Bretaña. Nunca la abandonó, realmente. Vuelve a Newcastle, la ciudad donde creció, atravesada por el río Tyne. Ese norte de Inglaterra casi más escocés que inglés. “Todo me devuelve continuamente a Gran Bretaña, todo me ata a este país. Incluso te diría que ocurre mucho más ahora. Porque, por ejemplo, la respuesta europea ante la situación de Ucrania ha sido mucho más vacilante que la británica, que no ha cambiado en absoluto. Y eso me gusta”, señala.
En un mundo que ya no tiene nada que ver con el que le aportó fama y éxito, Knopfler se empeña en seguir componiendo y produciendo álbumes. El nuevo registra una variedad de estilos y una calidad abrumadoras. Podría haber sido un bombazo hace treinta años. Hoy ya no será lo mismo. Pero le resulta imposible hacerse a un lado. “No tengo otra opción. Estoy enganchado a esto. Poco a poco me di cuenta de que era un compositor y letrista de canciones, además de un guitarrista”, dice con una sonrisa. “Me lo tomo con filosofía. No te queda más remedio que ser filosófico, y yo me lo puedo permitir. He tenido mucho éxito. Y gracias a eso estoy en una situación muy afortunada, en la que me puedo permitir incluso tener mi propio estudio. Aunque no sea rentable. Es algo maravilloso, y nunca he tenido un día malo cuando estoy allí. A cinco kilómetros de casa. Ya no necesito viajar más a Estados Unidos para grabar”, explica.
Los días con la banda
Knopfler conoció el triunfo cuando se acercaba ya a los treinta años. Antes fue periodista y profesor de inglés. Conocer la calle, saber lo que supone trabajar para ganarse la vida, le permitió amarrarse a tierra cuando llegó el vendaval de la fama. Y dejó en su cabeza el poso de la inspiración futura. “Para mí ser periodista fue algo maravilloso. Empecé cuando apenas tenía diecisiete o dieciocho años. En el Yorkshire Evening Post, un periódico local bastante bueno. Me habían ofrecido trabajo en otros muchos, como el Manchester Evening News o el Liverpool Echo, porque ya me había hecho un nombre en la Escuela de Periodismo”, recuerda, y se le iluminan los ojos. “Es algo maravilloso para un chaval, porque te ayuda a crecer. Entiendes cómo se construye la vida. Yo no tenía ni idea de cómo se ponía en marcha una investigación judicial hasta que me enviaron a cubrir tribunales. Tenía que estar allí a las ocho y media de la mañana, ir bien vestido y llevar el pelo cortado. Todo eso está bien para un chaval, porque te enseña a organizarte”, explica.
Todavía no ha dado un sorbo a su café, y las ganas de hablar han ido rebasando de la pereza. Es el momento de introducir las preguntas sobre Dire Straits. No va a ser tan delicado como podía presuponerse. “Hoy mismo había quedado a comer con John [Illsley]. Sigue siendo uno de mis mejores amigos”, dice. Mark Knopfler era el alma y el motor de aquel grupo. Fue ese control absoluto lo que deterioró las cosas. Pero el pasado ya no le pertenece solo a él, para ocultarlo o echarlo a un lado. “Brothers in Arms, Money for Nothing, Romeo and Juliet, Sultans of Swing… todas esas canciones las hemos tocado en el escenario tantas y tantas veces. Yo las compuse, y sé que son importantes para mucha gente. Cambiaron sus vidas. Lo entiendo, y por eso las sigo tocando y procuro hacerlo lo mejor posible”, cuenta. “Han pasado a formar parte de la vida de mucha gente, y eso es maravilloso”, explica. ¿Y la fama? ¿Se echa de menos? “Yo estaba acostumbrado a observar el mundo y escribir sobre las cosas que me llamaban la atención. Y, de repente, tienes la impresión de que es el mundo el que te observa a ti. Pero es solo una impresión. En realidad, no es así, el mundo tiene cosas más importantes que hacer que dedicarte su tiempo”, dice, casi a punto de guiñar un ojo.
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