El lunes 2 de mayo de 1808, a primera hora, quizás sin saber la que se avecinaba, Miguel de Iranzo, coronel de granaderos “con próxima partida hacia Lisboa”, daba poder notarial a su esposa. Lo autorizaba el escribano de Madrid Valerio Cortijo, quien desde 1811 hasta 1813 firmaría en Cádiz, adonde huiría durante la Guerra de Independencia, y no sería el único. Rafael Maroto, con despacho en la calle de las Huertas, dejaría escrito: “Con motivo de la invasión francesa y no habiendo querido sucumbir a sus ideas, hube de marchar a Sevilla y Cádiz en 1809″. Al volver, en 1813, se encontró que habían fallecido su esposa y su madre.
El 1 de mayo había habido mercado y ello había atraído a mucha gente a la capital. Ante las noticias que hablaban de la inminente salida de los miembros de la Familia Real que aún permanecían en Madrid, tras la marcha a Francia de Carlos IV y su hijo Fernando VII, el 2 de mayo muchos aguardaron expectantes en las inmediaciones del Palacio Real. Lo que ocurrió después es sabido. La lucha contra los franceses duraría hasta las tres de la tarde, y las represalias en forma de fusilamientos, la inmediata madrugada, también son conocidas: “Todos los que han sido presos o encontrados con armas en la mano serán arcabuceados”, rezaba la orden dada por el mariscal francés Murat.
Esto nos lleva al recoleto y poco conocido cementerio de La Florida, junto a la ermita de San Antonio. Allí yacen enterrados parte de los caídos con ocasión de la represión, que luego fueron inmortalizados por Francisco de Goya.
Entre ellos, dos escribanos: el primero, Francisco Sánchez, activo desde 1805 y con despacho en calle de Barrionuevo, 31, fue fusilado con otras 42 personas ese aciago día. Dejó dos hijas, que se marcharon a vivir a Segovia, y una viuda, que al poco fallecería igualmente. Su última escritura, un poder, lo había firmado el jueves anterior. El otro, Andrés Ibáñez, murió en el hospital General (hoy sede del Museo Reina Sofía), donde había ingresado con herida de bala.
La invasión francesa dividió a los notarios —entonces llamados escribanos— entre afrancesados y patriotas, como sucedió con el resto de los españoles. Entre los primeros se puede citar el caso de Francisco Camps, de Gerona, que interrumpió su oficio el 13 de julio de 1808, no volviendo a su labor hasta 1818. Al reiniciarla anotaría: “Joven y soltero va deixar la pluma por la espada y es va alistar a l´exercit per a combatre l´invasor” (joven y soltero dejó la pluma por la espada y se alistó en el ejército para combatir al invasor).
En la misma ciudad, Joan Mallol entró a servir como capitán de una compañía para la defensa de Gerona, el 29 de junio de 1808. Al rendirse la plaza fue deportado a Francia como prisionero de guerra. Volvió tras el armisticio, en mayo de 1814. Así lo haría constar al ejercer de nuevo.
En Málaga, otros dos escribanos, los hermanos Bernardo y Rafael San Millán, que se habían señalado contra los franceses, fueron ahorcados en 1810 por orden del general Sebastiani. Mientras que Francisco de Roa, de Antequera, organizó una partida guerrillera muy activa en la sierra malacitana.
De entre los afrancesados, el escribano de Villaviciosa de Córdoba, Miguel de Vargas, fue asesinado en 1810 por guerrilleros por colaborar con el francés. Por lo mismo fue encarcelado y embargados sus bienes el de Villafranca del Bierzo, Tomás de Arteaga.
La documentación notarial durante la ocupación francesa cayó notablemente. Lo que sí se aprecia, lógicamente, es el aumento de testamentos, algo afín a otros momentos críticos de nuestra historia. Cuando en la pandemia de la covid decayó el Estado de alarma (tras 88 días, entre marzo y junio de 2020), autoricé en un solo día 22 testamentos, cifra nunca antes, ni, muy seguramente después, repetida.
Volviendo a la Guerra de Independencia, los documentos otorgados en ese periodo permiten acercarnos a los dramas personales acaecidos. Como el caso de María Bosch, de Nerja, viuda con dos hijos menores, que tuvo que vender en 1812 su única propiedad. Un documento notarial explicaba su situación: “En la noche del trece de diciembre del año pasado entró [en el pueblo] una partida de insurgentes y en [su] casa asesinaron a puñados y escopetazos a su marido y [a ella] le quebraron el brazo destruyendo cuanto había en la casa, quedando [ella] y sus hijos en la mayor miseria sosteniéndose de limosna”.
La malagueña Antonia Rodríguez, en su testamento de 1811, reconocía al hijo que había tenido con Joaquín Sierra, “alistado en defensa de la Patria a causa de las circunstancias que entonces mediaban” y que habían impedido que contrajesen matrimonio. Cuando ella enfermó, hizo constar que el vástago lo tuvo “bajo prometida palabra [de casamiento]”. Y añadía: “Llevados uno y otro del amor y apetito sensual nos conocimos carnalmente, de cuyos actos quedé embarazada”. El niño había sido anotado como “hijo de la Yglesia”.
Tras la guerra se implantó la “odiosa” (así fue calificada) “manda o legado forzoso”, una imposición legal creada para socorrer a los damnificados del conflicto y que duró ¡hasta 1845! Se tenía que incluir en todos los testamentos. El importe era de 12 reales en España y tres pesos en América. Así, el escribano ponferradino José Gasalla dejaba en 1821 “doce reales para las viudas e hijos de los que han muerto a resultas de la última guerra”. En 1843, María Gallardo, de Crevillente, ordenaba en su testamento “12 reales para el socorro de familias huérfanas por la Guerra de Independencia”.
Confieso que a veces me cuestiono si mereció la pena tanto sufrimiento de esos días, y de lo que siguió, recordemos la terrible hambruna de 1812 y tanta destrucción y saqueo ―los daños patrimoniales fueron incalculables― para a la postre conseguir el retorno del “Deseado” Fernando VII.
Diez años después, en 1823, tras la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis, contingente del ejército francés, se puso fin al Trienio liberal. Entonces se pondrá en tela de juicio la labor de los escribanos liberales y asistiremos a una depuración en toda regla. Un decreto de 1824 le dará forma, a fin de enjuiciar la posible colaboración con el depuesto régimen liberal y, si así se demostrara, separarlos de su oficio. Por ejemplo, en 1826, al notario de Capellades (Barcelona), Francesc Pujol, al reingresar en el oficio se le obligó a manifestar “no pertenecer a ninguna asociación secreta, ni reconocer el absurdo principio de que el Pueblo es árbitro en variar la forma de los Gobiernos establecidos”.
El esfuerzo heroico de tantas personas no se vio correspondido por un rey tan desagradecido que, además, como legado póstumo, nos dejaría una guerra civil en tres sucesivas entregas durante medio siglo.
Habían nacido las dos Españas.
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