El reencuentro con la Legión Extranjera francesa y el desierto empezó con un barco vikingo. Lo hallé por casualidad en el mercadillo del Mauerpark en Berlín. Allí, en un puesto de trastos de segunda mano en el cual vendían también un tanque Tiger de papel, tenían el codiciado drakar de Playmobil que buscaba desde hacía tiempo. Lo pillé por 20 euros, con todos los remos. La vida sin un barco vikingo no vale la pena (y la muerte ni digamos: no hay funeral, es sabido, como el que se hace a bordo de una de esas naves). Razones existenciales aparte, el drakar me venía bien para inaugurar la reforma de la piscina de Viladrau —una pequeña alberca reconvertida– y para completar el ajuar de mi recién llegado nieto Mateo, que no sabe la que le espera. Como suele suceder, pequeñas decisiones aparentemente intrascendentes en nuestras vidas provocan una sorprendente cascada de coincidencias. Fue llegar a casa con el barco vikingo tras una ardua travesía llevándolo como equipaje de mano en Ryanair y empezar a salirme Beau Geste por todas partes.
Recordarán que en la novela de sangre, arena, fraternidad y autosacrificio de P. C. Wren, una de las cumbres de la literatura de aventuras y llevada al cine numerosas veces, los dos mayores de los tres hermanos Geste, los gemelos Michael (Miguel en nuestras viejas ediciones y conocido como Beau), y Digby se conjuran de niños para organizar al que muera primero “un funeral de viking”, que requiere el sacrificio por el fuego de una nave en la que yace tendido con sus armas el honorable guerrero finado, a cuyos pies se ha puesto el cadáver de un perro. La novela narra cómo Michael, primogénito por una hora, y Digby están maniobrando dos barquitos de juguete en el estanque de los lirios de Brandon Abbas, la mansión en la que han sido acogidos por su rica tía, en compañía del resto de su banda infantil, cuando el hermano pequeño, John (Juan), un año menor, resulta herido y le extraen un perdigón de la pierna, ordalía que soporta con ejemplar estoicismo, lo que le hace merecedor del codiciado rango y título (dignos del Reino de Redonda del añorado Javier Marías) de Firme Compañero, Strong Fellow, y a un funeral vikingo simbólico con una de las pequeñas naves y figuritas de plomo. La escena y la promesa infantil de los gemelos tendrán un terrible eco adulto cuando Beau (espero no hacerle spoiler a nadie, a estas alturas) muera en el remoto fuerte de Zinderneuf asediado por los tuareg tras haberse alistado los tres hermanos Geste en la Legión Extranjera francesa.
Bien, la cuestión es que no sólo encontré el otro día, mientras mi drakar henchía su rayada vela en la alberca, una edición de Beau Ideal (mi novela favorita y la tercera de la trilogía que compone con Beau Geste y Beau Sabreur) en el punto de book crossing en la plaza de Viladrau y que me removió todo, sino que cayó en mis manos otro libro de P. C. Wren del que desconocía su existencia y que es una precuela o spin off de la trilogía original. El retorno de los Geste (la edición que hallé es de 1951 de editorial Lara) lo escribió Wren en 1929 con el título no muy imaginativo de Good Gestes y subtitulado Stories of Beau Geste, His Brothers, and Certain of Their Comrades in the French Foreign Legion, y es exactamente eso: un popurrí de historias, a la manera de pequeños dioramas de la Legión, centradas en la vida de los tres hermanos y sus camaradas en la época previa a los acontecimientos centrales de Beau Geste —la estancia de Michael y Digby en Zinderneuf, el motín, el ataque árabe, y la llegada al final de John en la columna de rescate que comanda el mayor Henry de Beaujolais, jefe de espahís y viejo amigo de la familia (y el Beau Sabreur, buen sablista, del segundo título de la trilogía).
El retorno de los Geste, que tiene una deliciosa y muy romántica portada —un guapo legionario de resuelta mirada aferrado a su fusil—, arranca con los tres hermanos en el cuartel de la Legión en Sidi-bel-Abbès repasando cuántas nacionalidades y profesiones pueden encontrarse entre los miembros de la unidad, de un conde austriaco y un ex coronel de cosacos del Don a un embalador de higos de Esmirna pasando por un cantante de ópera italiano y el empleado de una compañía naviera de Barcelona. C’est la Légion!, donde un recluta puede responder al oficial que le pregunta qué hacía antes en la vida: “Era general, mon colonel”. Entre las historias de legionarios que va desgranando Wren, muchas contadas en el café de Mustafá del acuartelamiento, la de uno que ha sido terriblemente desfigurado por los árabes al hacerlo prisionero y en cuya busca viene su novia sin saber su estado (los Geste le ayudarán a afrontar la comprometida situación); la del ex oficial japonés enrolado que se demuestra un as de las artes marciales contra sus acosadores; la de La Cigale, corajudo ex coracero belga que solo tiene miedo de la soledad y que se topa con el fantasma de un legionario romano con el que comparte experiencias, o la tan conmovedora de los dos amigos legionarios que mueren trágicamente el uno por el otro. Historias de la Legión, incluyendo episodios que amplían o iluminan sucesos de Beau Geste (la vida en Zinderneuf, la batalla de El Rasa, la marcha de Beaujolais hacia el fuerte con legionarios y mulas), y alguna revelación como que Digby Geste estaba tan colado por Isobel como su hermano John. A destacar algunas de las frases que aparecen aquí y allá: “A los ojos de una mujer enamorada, cualquier hombre vulgar parece un héroe”, “el combate es la mejor medicina para el cafard”, “el amor perfecto acaba con el miedo, y lo mismo logra el perfecto furor”.
El reencuentro con los Geste tiene mucho de celebración pues se da la feliz circunstancia de que este año, en octubre, se cumple el centenario de la publicación en Reino Unido por la editorial John Murray de Beau Geste (1924). No me consta que se haya programado ningún acto, a expensas de lo que podamos organizar aquí los fans de la novela de Wren, entre los que se cuentan légionnaires tan conspicuos, y de tan distinto perfil, como Fernando Savater (que ha dedicado inolvidables páginas a Beau Geste en su La aventura africana) y Arturo Pérez-Reverte (autor del sentido prólogo a la edición de la novela en la colección de clásicos de la aventura de Zenda). Lo suyo sería hacer una peregrinación, fusiles Lebel al hombro, a Zinderneuf, ese fuerte, “aislado en el inmenso desierto como como si fuera un islote en medio del vasto océano”, en cuyas troneras hay que ir colocando a los camaradas que caen, para dar la sensación al enemigo de que seguimos siendo una fuerza considerable los que lo defendemos.
Dado que en realidad Zinderneuf —que la novela sitúa alternativamente al norte de Zínder (Níger), marchando de Ain-Sefra hacia abajo, y en el Sudán francés— no existió nunca, el cumpleaños se puede celebrar en cualquier sitio, en el Sahara o no. Y yo lo he hecho de momento en casa, faisant sentinelle frente a mi modelo en miniatura del fuerte (el clásico de Airfix) —cuyo único ocupante es la figurita de plomo de un legionario pintado por Javier Gómez en su faceta de El Mercenario—, aferrado al revólver Smith & Wesson de mi abuelo y tocado con el quepis francés regalo de Aleix con una servilleta de cogotera. He releído mi vieja edición de la novela (Juventud, 1946) tarareando la marcha legionaria Voilà du boudin. No recordaba que el adjudant Lejaune (“el único hombre que a primera vista me ha parecido malo, completamente malo”, dice John), el sargento Markoff en el cine, había servido previamente en el ejército colonial belga en el atroz Congo de Leopoldo II, ¡de donde lo habían echado por sus crueldades!: sacré chien d’adjudant!. Tampoco me acordaba de que Digby muere en las últimas páginas cuando la bala explosiva de un bereber le alcanza en la cabeza mientras él, John y unos amigos que han desertado, atraviesan el Sahara haciéndose pasar por senussis que van de peregrinación de Kufra a Tombuctú. Wren debía tener prisa por acabar después de tanta arena porque zanja en tres tristes párrafos la muerte y el entierro en las dunas del pobre gemelo de Michael, sin funeral vikingo.
Quizá no sea el aniversario el momento para volver a debatir si Wren, cuya biografía está llena de datos dudosos, sirvió en la Legión Extranjera como sostenía. Parece que no —como explica Martin Windrow en su espléndido libro sobre la legión Our Friends Beneath the Sands (Phoenix, 2010)— y que los detalles que hacen sus novelas tan interesantes y realistas, incluido el de los legionarios colocando a los camaradas muertos en las aspilleras del fuerte asediado por los tuareg, se los proporcionó un ex légionnaire en un bar (cabe imaginar que sediento). Sea como sea, qué buena es Beau Geste (y las dos novelas que la siguieron), y qué ganas de correr a alistarse en pos de expiación, redención, pura aventura, u olvido. Camaradas de los muros de Zinderneuf, aferrados a vuestro último deber como al rifle, con la mirada eterna sobre las infinitas dunas resplandecientes, esperadnos. Pronto estaremos con vosotros, hermanos.
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