No soy del Betis -nací en la otra punta, cerca del fin del mundo-, pero confieso que lloré como una magdalena con la despedida de Joaquín. Y no solo porque dejé de ser joven en el mismo momento en el que se retiró el último futbolista profesional de mi quinta en Primera División. Las excepciones -incluso las que solo sirven para confirmar la regla- tienen un atractivo especial: el encanto del misterio. Y en estos tiempos raros en los que el fútbol se ha convertido en la herramienta más eficaz para blanquear los rincones más oscuros, resulta conmovedor ver a un jugador de la élite que no completa su plan de pensiones con petrodólares y dice adiós al campo en el club de sus amores.
Todavía más emocionante es ver que esa actitud romántica, casi revolucionaria, tiene recompensa. No son los 200 millones de Cristiano Ronaldo en el Al Nassr, o los 100 por temporada de Benzema en el Al Ittihad. Son 60.000 traseros, uniformados con la camiseta que lleva tu nombre, levantándose a la vez en el Benito Villamarín para celebrar un gol tuyo en un amistoso, el partido de homenaje que hace unos días enfrentó -es una forma de hablar- a jugadores y exjugadores del Betis con el llamado “equipo de leyendas”, integrado por futbolistas históricos con los que se había batido Joaquín (Casillas, Guti, Sergio Ramos, Raúl, Cazorla, Capdevila… ). Es Niña Pastori, tu amiga, cantando una canción de las que ponen la piel de gallina sobre el césped, para ti y para los otros 60.000. Es despedirte, descalzo, de la hierba mojada donde te has dejado la piel. Y ver que tus lágrimas, como los bostezos, son contagiosos entre la afición que te ha convertido en un miembro de su familia.
Daba gusto ver los casi 42 años del capitán corriendo, 622 partidos después, hacia la portería con una sonrisa de oreja a oreja antes de hartarse a llorar de emoción al dar una vuelta olímpica, abrazado de aplausos, al Benito Villamarín. Y era inevitable comparar esa despedida con los que hicieron las maletas para retirarse jugando ante esa joven población saudí a la que las autoridades del país pretenden distraer de su salvaje cotidianiedad con la estrategia más antigua que existe: el pan y circo. Habrá quien diga que todo esto es un poco naif, pero si tuvieran que elegir ¿a quién le darían su último beso? ¿Con quién compartirían el último baile? ¿Cambiarían al amor de su vida por alguien a quien acabasen de conocer?
También llamaron loco a Lúcas Pérez cuando, a sus 34 años, dejó el Cádiz, en primera división, y un contrato de dos millones de euros para irse a un equipo dos categorías por debajo, el Dépor, con el objetivo de ayudarle a regresar al fútbol profesional, a la élite. No pudo ser, pero él no se rinde. “No hay mejor sitio para acabar mi carrera que este, intentando devolver lo que me dieron en su día”, repite ante los incrédulos. El corazón tiene a veces razones que el dinero no entiende.
Joaquín será capitán emérito del Betis, al que continuará vinculado, ahora ya fuera del césped. Y a Lúcas Pérez seguirán parándole por A Coruña para darle las gracias incluso si la realidad no termina como el cuento que él se ha atrevido a escribir en la etapa más prosaica del deporte más popular.
Si hay alguien que renuncia a irse de vacaciones, a comer alguna vez fuera de casa o a comprarse esa cazadora que le gusta para poder llevar a su hijo al fútbol cada 15 días -y son muchos-, debería existir también al otro lado un futbolista que renuncie a los mareantes contratos de las petromonarquías para corresponder a ese sacrificio entregándose a la afición hasta el final. Es reconfortante cuando sucede. Y es peligroso lo que está ocurriendo en Arabia Saudí, ya no solo en el fangoso terreno de las relaciones públicas y el lavado de imagen, sino también en el deportivo: su agresiva y eficaz política de lluvia de millones amenaza con romper -una vez más- el mercado, encareciéndolo, y nadie garantiza que vayan a conformarse con jugadores en la última etapa de su carrera. Todo apunta a lo contrario.
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