Le Houga, Barcelonne, Labastide d’Armsgnac, Caupenne d’Armagnac, Aire sur Adour, Mont de Marsan, Nogaro… En cuatro pueblos, en apenas 100 kilómetros cuadrados, pasó lo mejor de su vida, y le llegó la muerte, Luis Ocaña, que ganó el Tour en 1973, hace 50 años ya, y por esas carreteras rectas, rectas, con repechos largos, agachaba la cabeza hasta rozar con la barbilla los cables que salían del manillar, y su espalda era una curva, y así se hacía contrarrelojista todos los días, camino de su trabajo de carpintero todos los días.
El Tour pasa por la comarca, hace meta volante ante la capilla de Notre Dame des Cyclistes -un museo de maillots en su nave austera de piedra clara, y la luz los enciende entrando por las vidrieras de colores que creó otro ciclista, Henry Anglade, el segundo del Tour de Bahamontes-, en la que se casó con Josiane recién cumplidos los 21, el día de Nochebuena de 1966, y a quién se le puede ocurrir casarse un 24 de diciembre sino a un testarudo que se empeñó toda la vida en llevarle la contraria a todos, y también a la vida, al destino que le había escrito –hijo de campesino pobre de Priego, Cuenca, que huye del hambre y la humillación que le impone los que ganaron la guerra, niñez en los valles oscuros y fríos del Val d’Arán, donde su padre excava los túneles de los embalses del Garona, condenado a perpetuarse así—y que, puramente rebelde, comienza a borrar cuando, gracias a un tío de su madre, descubre la luz, y se deslumbra, en el Gers y en Armañac.
Un pelotón sin alma, y sin memoria, dominado un día más por el cálculo y la espera, sin mirada, recorre ciego las carreteras, y llegando a Nogaro –y allí, en el circuito del sprint final, Jean Louis, el hijo del ciclista, tan testarudo, tan rebelde como el padre, engordador de hígados de pato para foie, competía con su gran moto en competiciones de Superbike, irónica rebeldía, y tatuajes en todo el cuerpo, pero la misma mirada de desafío al padre que, cuando adolescente orgulloso le cortó la larga melena cuando dormía, a traición—, a apenas 800 metros en línea recta de los viñedos, se salta las flechas blancas encendidas por el dibujo luminoso de un ciclista, maillot amarillo, espalda curva, mentón en el manillar, y una leyenda, ‘Ancien Domaine Luis Ocaña’, que señalan en cada cruce el camino de la finca, la casa, la bodega, en las que crecían los viñedos y elaboraba armañac, un licor que ya no se bebía cuando empezó a venderlo, pasado de moda, y el granizo acabó destruyendo su mundo, dos vendimias seguidas, y sus esperanzas, su riqueza; y la cabaña en la que cansado y enfermo se pegó un tiro una tarde de mayo de 1994, un mes antes de cumplir 49 años.
Josiane, viuda, vendió la finca, la casa, la bodega, las tierras, a unos millonarios de Lille, que taparon con tierra la piscina del gran patio y plantaron hierba y arrancaron la higuera que había arraigado y sus ramos se doblaban en septiembre por el peso de los higos, y quisieron arrancar también las vides para hacer un hipódromo para criar caballos. Finalmente conservaron los viñedos, pero, para protegerlos del granizo, los cubren de una fina malla, pero siguen sin asegurarlos, como hizo Ocaña hasta su ruina.
Las flechas atraen a gentes cuya niñez quedó marcada más por la imagen de Ocaña cayendo herido en el Tour del 71 después de haber derrotado al tirano Eddy Merckx, que por la foto de su victoria, dos años después, en un Tour sin Merckx, españoles que siguen el Tour la mayoría convencidos de que el fatalismo está en la sangre, la negación de la felicidad, fascinados siempre. “Luis fue un personaje atípico y gracias a eso sigue siendo recordado”, dice Manuel Manzano, 83 años, ciclista en Mont de Marsan y Biarritz, republicano, hijo de republicanos, que aguantó los justo los caprichos, la testarudez de Ocaña, corrió con Poulidor y hasta quedó 11º en una Lieja a los 23 años, pero nunca corrió el Tour, y el año que mejor estaba y el Mercier no le convocó una etapa llegó a Mont de Marsan, donde vivía, como Ocaña, acogido por el benefactor Pierre Cescutti, combatiente en la Nueve. “Si Luis hubiera sido como éramos todos, nadie hablaría de él, como no hablan de mí. Era de los pocos que pensaban que se podían hacer cosas que los demás ni veían. Y lo intentó siempre”.
“Toda mi familia era republicana: a mi abuelo lo fusilaron, a mi padre le hicieron prisionero, a mi tío lo mataron, o eso creíamos todos. Mis abuelos eran granadinos que emigraron a Marruecos, protectorado francés entonces. Cuando estalló la guerra, sus hijos, mi padre y mi tío, fueron a Francia para entrar en el ejército que combatía a Franco. Los hicieron prisioneros por separado y no volvieron a verse”, relata su vida Manzano, esbelto y tieso como una cerilla de madera, tan esbelto, y ágil, nacido en Medina de Rioseco, Valladolid. “Yo me naturalicé francés a los 21 años, pero soy español, mis recuerdos son España, mi lengua. Pero también soy francés. Francia fue acogedora, era democrática en los años duros. Yo me siento español de sangre y francés de cabeza”.
Luis Ocaña nunca se nacionalizó francés, quizás porque ningún equipo francés lo quiso fichar cuando pasó a profesional y entró en el Fagor, que solo le pidió que siguiera siendo español. No tardó en enfadarse con los otros españoles de la región. También con Manzano. “Le conocí a Luis cuando empezó a montar en bicicleta, me lo presentó un amigo de Aire sur Adour. Estuvimos dos años juntos, unas 150 carreras, vivíamos a 200 metros uno de otro en Mont de Marsan. Estuve todo el tiempo con él y terminamos sin hablarnos”, dice Manzano. “Era una persona complicada por su temperamento, de los que pensaban que la fuerza del carácter se demuestra llevando la contraria a todos. Después de colgar la bicicleta monté un taller de venta de maquinaria, y un día, cuando él ya había dejado de ser corredor, vino a pedirme una máquina de arena al taller, hablamos e hicimos las paces, pero tampoco volvimos a ser amigos. Apenas nos vimos después, hasta su muerte”.
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