Fue un largo domingo de batalla. Una tarde volcánica con sol de julio, calor asfixiante, rampas infernales y una rivalidad agónica entre Anquetil y Poulidor, el campeón eterno y el eterno perdedor, el dueño de la gloria y el señor de los corazones. Así empezó la subida al Puy de Dôme aquel 12 de julio del 64 en el Tour. Queda una foto para la Historia: los dos ciclistas, hombro con hombro, las bicicletas dobladas, los manillares a punto de chocar, saltando chispas invisibles, como si fuera boxeo en vez de ciclismo, como si el maillot amarillo de Anquetil y el morado Mercier de Poulidor se fusionaran hasta diluirse en la esencia misma del deporte: la delgada línea entre la victoria y la derrota, esa marmita de la que brota la épica que esta tarde de domingo, vuelve a ascender después de 35 años el gigante del Auvergne, el mítico Puy de Dôme.
El puerto encierra una lección. Pienso en ella mientras saco del armario una reliquia. Un fetiche que una mano amiga me consiguió. Es un maillot amarillo firmado por Poulidor cuatro meses antes de morir. “Pour Paco. Poulidor”. Paso las yemas por su nombre. Siempre me fascinó el personaje, entrañable Poupou, que corrió catorce Tours y subió ocho veces al podio de París, pero que nunca lo ganó. El mito del eterno perdedor. La poética de la derrota. El cantar de gesta amargo que, sin embargo, tuvo un día de excepción. En el Puy de Dôme.
Lo releo en sus memorias en francés, tituladas Champion! Ahí recuerda la tensión de aquel día condensada en esa pancarta vista kilómetros atrás: “Mort à Anquetil”. Evoca la escapada de Julio Jiménez, por delante hasta ganar la etapa. Pero, sobre todo, revive la escena central de la jornada. El drama griego. Cómo iban groguis los dos. Por eso chocaban sus hombros, para apoyarse el uno en el otro y no caer en la lona asfáltica del ring. Cuenta Poupou que él iba extenuado, que le era imposible atacar a su rival. Pero entonces sucedió lo impensable, lo que todos deseaban.
Anquetil, tan poco querido por la afición, se queda. Pierde metros. Su trono está en peligro. Tiene 56 segundos de ventaja sobre Poulidor, que marcha directo a meta. Queda un kilómetro. La gente grita allez Popupou. Vocifera en mitad del volcán. Raymond se levanta del sillín, Jacques se hunde en el suyo, la espalda encorvada, los codos abiertos, el rostro desfigurado, la mueca del dolor inscrita en la cara del campeón, más siniestra todavía. “Cuando cruzo la meta –escribe Poulidor–, el delirio me rodea. Y según me contarán más tarde, en miles de bares donde los clientes siguen febrilmente la carrera apiñados ante el televisor, mis seguidores –casi toda Francia– gritan, saltan, cantan”. El reloj roe el tiempo. Anquetil llega a meta. Derrotado, pero le han sobrado catorce segundos. Mantiene el amarillo. Y acabará ganando el Tour. El orden natural.
Pienso en ello y pongo una canción. Un vals que rezuma el aroma de los años veinte. I’m forever blowing bubbles, empieza la voz de Vera Lynn. Dos estrofas bastan para enamorar: “Siempre estoy haciendo pompas, lindas pompas en el aire. Vuelan tan alto que casi alcanzan el cielo. Y, como mis sueños, se desvanecen y mueren. La fortuna siempre se esconde. La he buscado por todas partes. Siempre estoy haciendo pompas, lindas pompas en el aire”. Esa bella oda al fracaso –o mejor: al sueño, a la ilusión– es la lección del Puy de Dôme. Nunca dejar de pedalear. Pedalear hasta la derrota, siempre. Es la única victoria.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites