¿Y no podría ser que cuando hacía un verso perfecto con su absurdo corazón hipertrofiado Gabriel Celaya no estaba pensando en un ciclista del Tour, una carrera absurda, un día de calor absurdo por carreteras de asfalto recalentado alrededor de los volcanes del Averno y su Puy de Dôme por encima de todos, todo corazón?
¿A quién se le ocurre poner al sol el corazón tan grande como el de los ciclistas, hipertrofiado físicamente, por las exigencias tremendas de su oficio, y también metafóricamente, tan cargado siempre de sentimientos, a 200 un día así?
Ese ciclista que habría inspirado al poeta vasco en los tiempos infames, podría ser, pero más que absurdo, juguetón, el corazón grande de Tadej Pogacar, y su bigotito ahora, rubito, que, fuego sobre fuego, mantiene la etapa ardiendo en el comienzo absurdamente acelerado y caótico después de seguir a solas un ataque como sin querer del maillot amarillo Jonas Vingegaard. Podría ser, pero más que absurdo, exhibicionista, el corazón loco de Wout van Aert y Mathieu van der Poel, la otra pareja tan famosa, que, el día que todos les deseaban en la fuga inevitable se despistan en el momento clave, cuando ya Pello Bilbao estaba en su sitio, preparado, y se lanzan a medias en absurda persecución cuesta abajo, tan hermosos, para llegar a ninguna parte.
Ninguno de ellos sería, seguro. Cuando los teloneros se apartaron brilló Pello Bilbao, y a todos les pudo su enorme corazón enamorado, tanto deseo, tanta fuerza, tanta emoción concentrada. “Cuanto más tarda en llegar lo que buscas, más lo disfrutas”, dice Bilbao, de Gernika, de 33 años, que gana la etapa y apaga la ansiedad el décimo día de su cuarto Tour. Hacía 100 etapas, cinco años, que un español no ganaba en el Tour. “Han sido largos, y sentía la presión, la sentía, porque todo el mundo decía que sería yo el que acabara con la sequía”, dice. “Pero al final todos tenían razón”.
Para Bilbao, ganador de dos etapas en el Giro del 19, siempre regular, siempre con una punta de velocidad que le hace favorito en las llegadas en grupo, siempre magnífico intérprete de todas las situaciones de carrera, es la primera victoria en el Tour, y sufría todo el Tour, flagelándose porque le había fallado a su pueblo, que le quería ganador en las etapas de su tierra. En la primera pinchó, en la segunda se lanzó en el descenso de Jaizkibel. En ambas el sentimiento pudo más que él. Los tres minutos de ventaja que consiguió con la escapada le colocan ya quinto en la general, a la espalda, a 12s de Carlos Rodríguez, a 4m 34s de Vingegaard, amarillo pálido.
Cuenta —en inglés perfecto porque así lo pide el Tour, tan cuidadosa su pronunciación como su estilo— el ciclista del Bahrein, una inteligencia que hace equilibrios sobre la bicicleta, y pedalea como de puntillas, cómo pudo al final liberarse, gritar, levantar los brazos después de superar al alemán Zimmermann y al australiano O’Connor, sus últimos compañeros de escapada, y subir al podio y, al fin, dejar que las lágrimas le pudieran y las emociones, y levanta una mano al cielo, señalándolo, pensando en su amigo, y compañero de equipo, Gino Mäder, muerto al caerse por un barranco en la Vuelta a Suiza. Habla de emociones, su motor y su freno. Corre, dice, porque ama la bici, porque ama la vida. La contradicción. Cuanto más quieres, menos das. De cómo le dominaron medio Tour, y le enloquecían, y de cómo sólo al poder, por fin, controlarlas, y poder ser de nuevo el frío y calculador Pello de siempre, el Bilbao que asusta porque pocas veces falla, pudo alcanzar la plenitud. “Ganar es una explosión de sentimientos. Algo formidable”, dice. “Las últimas tres semanas han sido muy intensas [por la muerte de Mäder, el 16 de junio] y también por el comienzo de la carrera en Euskadi. Para mí fue superemocionante y en algunos momentos me sentí como si perdiera un poco el control, no corría como normalmente corro. Pero hoy fue diferente. Empecé la etapa con las ideas claras. Tuve la capacidad de tomar las decisiones correctas, de ir en el momento correcto y de tomar el control de la carrera. Los corredores que estuvieron conmigo fugados también querían y creyeron en la victoria. Tal vez yo era el que tenía más velocidad en la llegada, el que más creía en sus posibilidades. Pude controlar el movimiento de O’Connor primero y luego intenté seguir a Zimmermann, y le superé…”
Delante de los ciclistas, los bomberos, en la carretera, agarran la manguera y desde sus vehículos gigantescos riegan al público que espera, y crece.
Son seis en fuga. Uno delante, el letón Neilands, el que menos confía en su final, cinco en persecución controlada, nunca a más de 25s, nunca lejos de una aceleración final, y todos se relevan, un esfuerzo colectivo, también el catalán Antonio Pedrero, que va en el grupo hasta la última recta, y solo al final cede. Detrás persiguen Alaphilippe y Barguil, que nunca llegan. Los que llegan delante, llegan con el maillot cerrado hasta el cuello. Han sabido refrigerarse y controlar el calor. Los derrotados, lo llevan abierto hasta el ombligo. Y Pello parece que ni ha sudado. Una victoria perfecta para acabar con su tristeza.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.