El Tour, tiovivo de las emociones. Pogacar, el profeta de la locura, habla como un viejo filósofo de la sensatez; Vingegaard busca el golpe audaz.
Tanto tiempo tanta igualdad, tantos combates, ha generado entre los dos contendientes del Tour el deseo, la necesidad, de convertirse en el otro para así derrotarle. El imprevisible Pogacar quiere ser Vingegaard, calculador, seguro. El cauteloso Vingegaard quiere ser Pogacar audaz, sin miedo al fracaso.
“Creo que mantenemos una hermosa rivalidad aquí Jonas y yo”, dice Pogacar. “El Tour pasado fue uno de los mejores de la historia y este, solo en la primera semana han pasado un montón de cosas. Nos lo pasamos muy bien. Nos lanzamos bombas todos los días. Una etapa gana uno, otra el otro. Una buena competición. Por supuesto, creo que ahora estoy yo mejor, pero Jonas no está acabado”. Haciendo saber que uno no sería lo que es si el otro no existiera, dos mitades de una sola identidad, una existencia, campeón de Tour, Vingegaard completa la frase: “Menos mal que está Tadej para hacer esto divertido. Viendo que el tercero [Hindley] está ya a 2m 40s, si no fuéramos dos dándonos esto no sería un Tour muy divertido de ver”.
En la carretera el cambio es visible; en la sala de prensa aún no. Mientras Pogacar contesta siempre feliz, despreocupado, vivo y descriptivo, ese estilo de sinceridad, Vingegaard sigue mirando desconfiado por si detrás de cada pregunta una emboscada embozada se oculta, le cuesta esconder su exasperación ante las preguntas que cree capciosas, responde sarcástico y el día de descanso envía a los medios la grabación de una entrevista que le hace su televisión, la TV2 danesa, y el resto, mudez inédita en un maillot amarillo, siempre obligado a someterse a la prensa.
Pogacar, en cambio, sonriente y profundo, dueño de una madurez inesperada a los 24 años, explica a la hora de la siesta la importancia de orinar en buen momento y siempre acompañado en la cuneta, nunca solo, y lo duro que es tener ganas cuando las piernas están vacías y llegan los momentos duros, y responde profundo sobre el miedo que le agobia descendiendo a 90 por hora en medio del pelotón una cuesta el día siguiente de la caída de su novia, Urska Zygart, en el Giro de Italia. “Bajas pensando que cualquier cosa puede pasar y todo puede irse a la mierda”, dice. “Es nuestro trabajo, pero a veces piensas si merece la pena correr ese riesgo”.
El Tour es el escenario de un intento de intercambio de personalidades que enriquece el duelo, incrementa su suspense y que el fin de semana que se acerca, el del puente francés del 14 de julio, fuegos artificiales y bailes en la plaza del pueblo, pasada la media montaña del Averno y el Beaujolais, territorio de calor, fermentación y marinado de voluntades y fuerzas, pondrán a prueba definitivamente tres etapas de gran montaña, Jura y Alpes. Grand Colombier, Joux Plane, Mont Blanc. Aperitivo. Plato principal. Postre. Viernes, sábado, domingo. Tres etapas cortas. Un solo puerto el viernes; intensa de subidas el sábado; más digerible el domingo.
“Esas son mis etapas”, repite Vingegaard. “Ahí se decidirá el Tour. En el Puy de Dôme solo tuve un mal día, pero supe moderar la pérdida, pero aún no he alcanzado mi mejor punto de forma. Las subidas largas, de una hora, como se vio el primer día de Pirineos en Soudet, me van mejor a mí, son mi terreno. Y, claro, tenemos un plan para derrotar a Tadej”. Y podrá recordar el danés cómo Pogacar ganó su Tour del 21 en los Alpes con un ataque larguísimo hacia el Grand Bornand y cómo él mismo ganó el Tour pasado convirtiendo el Galibier y el Granon, un ataque colectivo de larga distancia, en el escenario de una de las mejores etapas de la historia centenaria de la carrera. En 2022, Pogacar llegó con 39s de ventaja sobre Vingegaard al primer día de descanso, víspera de los Alpes. Este año, son 17s los que le saca el danés a él.
Y como si el duelo sobre la bici debiera continuar en teleconferencia, y saltan chispas también, chispas amigables, claro, esto es un juego, Pogacar le responde: “Ya veremos en los Alpes a quién le va mejor. Me gustan las etapas de los Alpes. Las conozco bien. Y cada año mejoro en las subidas largas, y resisto mejor el calor… Ya sé que los Jumbo tendrán pensada ya la etapa en la que querrán hundirme como el año pasado, pero estoy preparado para todas sus tácticas. Para nada estoy preocupado. De hecho, he corrido tan poco este año que llego más fresco, y tendré que estar mejor aún en la última semana”. Pogacar, quizás no ingenuamente, repite el discurso de Vingegaard, responde al sarcasmo del danés que, el domingo, cuando le preguntan si cree que Pogacar como él va a ir a más según pase el Tour, responde cortante, “no sé, preguntadle a él”, pero su Jumbo le cuida ese flanco y alimenta su seguridad haciéndole saber sus preparadores que según sus cálculos, el Pogacar que voló en el Puy de Dôme (18,2 por hora de media en los últimos cinco kilómetros, lo duro, 400 metros a la hora más rápido que Vingegaard) es el mejor Pogacar que se conoce, los mejores vatios, así que, concluyen, será difícil que mejore. “Pero cómo pueden llegar a esa conclusión si no lo saben todo de mí, no saben lo que peso, si no tienen mis datos de entrenamientos…”, responde el esloveno. “Fueron buenos números, pero pueden ser mejores”.
Pasadas las etapas vascas, los repechos duros, Pike, el hermoso Jaizkibel, donde Pogacar fue el Pogacar salvaje de siempre –le urgía demostrar que las noticias de su mala forma por la muñeca rota en abril eran exageradas; le urgía asustar a Vingegaard–, derrochador y sprinter, y se embolsó una ventaja de 15 segundos en bonificaciones, y Vingegaard el Vingegaard a la espera de siempre, entre Soudet y Marie Blanque, los primeros Pirineos, Vingegaard fue Pogacar: al danés y a su Jumbo le urgía poner a prueba cuanto antes la capacidad del esloveno, corto de preparación, en los puertos largos. Vingegaard atacó de lejos, a la eslovena. El ensayo fue un éxito. Pogacar cedió más de un minuto. Igual que después del Puy de Dôme pocos apuestan por la victoria final de Vingegaard, amarillo aún, pero amarillo pálido, según L’Équipe, en Laruns, al final del descenso del Marie Blanque, no hubo quien no recomendara a Pogacar que se olvidara de ganar su tercer Tour. Esa noche fue la decisiva. Al día siguiente, tras seguir la rueda de Vingegaard, que persistiendo en su nuevo hábito lejano atacó en el Tourmalet, esperó hasta cuatro kilómetros pasado Cauterets para responderle. Y en el Puy de Dome, más paciente aún, solo respondió al tren acelerado del danés a falta de 1.500 metros. Ambos días alabó su inteligencia, su cautela, su saber esperar para no tener que lamentarlo, él, que representaba en 2020 la temeridad de los zoomers para los que no existe el futuro y el presente es una línea tenue que, zas, pasa volando.
“He corrido ya tres Tours [dos veces primero, una vez segundo] y en cada uno de ellos he ganado experiencia. Es bonito ganar, como hice en 2021, con un ataque de 50 kilómetros solo, pero hay que saber que un Tour son tres semanas y cada día pasa factura el esfuerzo del día anterior. En una carrera de tres semanas hay que correr con la cabeza. No vale para nada un ataque loco de un día”, dice Pogacar, que luego ironiza contra el tópico de más conservador, más viejo. “Quizás me esté haciendo viejo, sí. Es mi último año con el maillot blanco [el de mejor joven], así que sí, estoy en el límite”.
“No sé si he cambiado”, dice Vingegaard. “Solo trato de hacerlo todo lo mejor posible y no pensar en lo que pueda pensar de mí la gente o en las historias que pueda contar la prensa. Solo trato de concentrarme en la carrera. Y creo en mí”.
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