Tal vez como en ninguna otra geografía, Argentina y el fútbol cultivan una relación sanguínea, subcutánea. Pero a la vez, como en la mayoría de los países, esa relación por debajo de la piel quedaba restringida al género masculino. Capaces de marcar el pulso de la sociedad y de movilizar a cinco millones de personas en Buenos Aires para recibir a la selección de Lionel Messi campeona del mundo en Qatar 2022, los hinchas argentinos históricamente ignoraron al fútbol femenino o lo trataron como a un subdeporte, un espectáculo de feria. En los últimos años, sin embargo, algo —o mucho— empezó a cambiar: por ejemplo, la selección argentina que este lunes debutará en el Mundial de Australia-Nueva Zelanda 2023, ante la favorita Italia en Auckland, comenzó a llenar los estadios de su país.
El viernes 14, horas antes de viajar a Oceanía, 20.000 espectadores colmaron las tribunas del recinto de San Nicolás, 240 kilómetros al norte de Buenos Aires, para asistir al partido de despedida de la selección ante Perú. Son imágenes ahora habituales, pero impensadas hasta hace apenas cinco años, cuando se aceleró la transformación de un fútbol femenino al que, de todas maneras, todavía le quedan muchos derechos y terrenos por conquistar.
Desde que fue semiprofesionalizado en 2019 a partir de los reclamos de la futbolista Macarena Sánchez, el progreso fue constante: más de la mitad de las jugadoras comenzaron a cobrar dinero por jugar, los clubes de Primera División abrieron al menos una vez sus estadios para recibir a la liga femenina –ya se jugaron sendos River-Boca en el Monumental y la Bombonera– y algunos partidos convocaron multitudes, como cuando Belgrano de Córdoba movilizó a 28.000 personas en su ascenso a Primera, en octubre de 2022.
A su vez, a la selección femenina ya la acompaña un público multitudinario: en abril de este año, 32.000 hinchas se reunieron –también en Córdoba– para presenciar un amistoso ante Venezuela. Es cierto que el estadio Mario Alberto Kempes, el segundo más grande de Argentina, tiene capacidad para albergar a casi el doble de espectadores y que las entradas se vendían a bajo precio, pero se trató, además del récord nacional de asistencia a un partido de mujeres, de la confirmación de una fidelidad que ya parece sin marcha atrás.
Hasta hace poco, la Albiceleste femenina evitaba presentarse en estadios —incluso de los más pequeños— porque, ante el desinterés general, las tribunas lucirían vacías. No dejaba de ser una consecuencia del patriarcado: las futbolistas de Argentina, incluso las mejores, no se mostraban al público. Según recuerda Ayelén Pujol, periodista y autora de ¡Qué Jugadora! Un siglo de fútbol femenino en Argentina, “la selección solía jugar amistosos contra combinados provinciales en el predio de la AFA a puertas cerradas”. Incluso en la única Copa América femenina que ganó Argentina, en 2006 como local en Mar del Plata —las otras ocho ediciones fueron para Brasil—, la asistencia de espectadores fue mínima: las entradas eran gratis y aun así apenas concurrieron familiares y allegados.
El quiebre llegó en las Eliminatorias para Francia 2019, cuando 12.000 personas se movilizaron en noviembre de 2018 para el choque ante Panamá en el estadio de Arsenal, en la periferia de Buenos Aires. El movimiento feminista, en épocas en que también militaba a favor del aborto libre y gratuito —aprobado en diciembre de 2020—, gritó canciones disidentes en medio de los festejos por la primera clasificación argentina a una Copa del Mundo desde hacía 12 años: “Ya vas a ver, el fútbol va a ser de todes o no va ser, y sí chabón (forma coloquial de referirse a un hombre), llevamos en los botines… revolución”. Menos de tres meses después llegaría el reclamo de Macarena para que las futbolistas dejaran de ser amateurs.
El fútbol argentino de mujeres había caminado en el desierto durante años y décadas, incluso por un siglo. Aunque un representativo nacional jugó en 1971 el Mundial no oficial de México, cuando Elba Selva se adelantó en el tiempo a Diego Maradona y le convirtió cuatro goles a Inglaterra en el estadio Azteca, la selección de hombres le lleva 91 años de ventaja: la Albiceleste masculina debutó en 1902 y la femenina jugó su primer partido oficial en 1993. La diferencia es incluso mayor en los torneos domésticos: la AFA organizó por primera vez un torneo en 1891 —para gentlemen, lógicamente—, justo 100 años antes de la primera competencia para “las chicas”, en 1991.
Dos generaciones
Los avances y las cuentas pendientes conviven en la actualidad. Sólo un club, Boca Juniors —habitual campeón local, también de 2023—, le hizo firmar contrato profesional a todas las jugadoras de su plantel. Pero se trata, a la vez, de la institución que durante varias semanas desoyó la denuncia por acoso y abuso sexual que una empleada del club, Florencia Marco, le hizo al técnico del equipo femenino, Jorge Martínez —finalmente marginado cuando el caso llegó a la Justicia.
“El fútbol cambió un montón en estos años, pero creo que es más semiamateur que semiprofesional. Hoy todavía deben existir 2 o 3 jugadoras nomás que viven de esto —en el fútbol local—. Después una no puede vivir del contrato que les dan”, dijo el año pasado Lorena Benítez, mediocampista titular de la selección, entonces en Estudiantes de Buenos Aires y hoy en Palmeiras de Brasil, una de las 14 argentinas —de las 23 convocadas al Mundial— que compiten para clubes extranjeros. Según la cuenta AXEM, Argentinos Por el Mundo, 200 argentinas juegan en equipos del exterior, una cifra récord en la historia —también lo hacen 5.771 futbolistas hombres—.
El cuarto Mundial femenino de Argentina, el segundo consecutivo, será también el de la despedida de una época: el de las futbolistas que, ante la ausencia de equipos femeninos cuando eran niñas, debieron comenzar a jugar junto a chicos. “Empecé a los 6 años con los varones pero, cuando llegó la hora de pasar a cancha de 11, no pude porque era mujer”, contó Vanina Correa, arquera y capitana de la selección, la única con presencia completa en las participaciones de Argentina en Copas del Mundo -2003, 2007, 2019 y 2023-. La más talentosa, Estefanía Banini —heroína del Atlético de Madrid en la última Copa de la Reina, en mayo—, se formó con los pibes de Cementista de Mendoza recién después de que sus padres firmaran ante un escribano que el club no sería responsable si su hija, que tenía 6 años, se lesionaba por jugar entre varones. “Me sentí discriminada, lo sufrí”, recuerda ahora Banini, ya de 33 años, que anunció que jugará su último Mundial.
Otra de las 23 convocadas, la defensora Adriana Sachs, ahora de 29 años y en el Santos de Brasil, fue contemporánea al Big Bang. A comienzos de 2019, cuando aún competía en el torneo argentino, también realizaba tareas de limpieza para su club, UAI Urquiza. “Acá no es profesional y no podemos vivir del deporte. Muchas jugadoras se van de sus casas a las seis de la mañana y vuelven a las once de la noche”, dijo entonces, pocos meses antes de jugar su primer Mundial. Lo diferente para Argentina cuatro años después, ya a horas de su debut, es que por primera vez cuenta con jóvenes que se formaron en las flamantes divisiones inferiores femeninas de los clubes, antes inexistentes. En Nueva Zelanda habrá jugadoras de 17 años, como la arquera suplente Lara Esponda, de River Plate, que se inspiraron en esa rebeldía y lucha de las mayores.
Entre esas dos generaciones, las argentinas intentarán ganar su primer partido en los Mundiales —no lo hicieron en sus tres participaciones anteriores— y pasar la primera ronda. Terminen en el puesto que sea, en su regreso al país no serán recibidas por las multitudes que salieron a la calle tras la tercera estrella que ganaron Messi y sus muchachos pero sí está claro que, cuando vuelvan a jugar su siguiente partido en el país, las tribunas otra vez estarán llenas. Y ese es su triunfo.
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