Así regresaba a su camerino el domador después de luchar con leones, con la ropa echa jirones, un codo sangrando y una rodilla también, y solo el casco evitaba que el pelo corto y revuelto le diera un aspecto de loco, y las gafas que le cubren la mirada desmesurada a Mathieu van der Poel cuando, después de limpiarse la nariz por última vez, se lleva las manos al casco antes de levantarlas en alto bajo la pancarta de meta en George Square, Glasgow, donde llovizna y donde también sale el sol de vez en cuando en el verano escocés. También lleva rota la zapatilla derecha Van der Poel, que con la mano ha arrancado el cierre rápido y el hilo de acero que la asegura, y ha seguido pedaleando como si nada, con más fuerza aún, con más decisión y rabia después de que la rueda delantera de su bici patinara en la esquina de High Street con Bell, una curva de 90 grados que recorta con su legendaria habilidad de ciclocrossista diplomado. Aun así, cae. Patina sobre el suelo, levanta el pie izquierdo instintivamente, mientras el derecho se arrastra y deshace el cierre de su zapatilla blanca antes de chocar contra una jardinera en la acera contraria. Rompe la zapatilla blanca. Salva la pierna que, como un muelle, le vuelve a poner de pie y rápido sobre la bici. Quedan 16 kilómetros. Lleva seis kilómetros solo, el primero, imparable. Le persiguen cerca, a no más de medio minuto, los leones. Wout van Aert. Tadej Pogacar. Mads Pedersen. No le alcanzan.
Cumplidos en enero 28 años, el hijo de Adrie, gran ciclista también, aunque no tanto, el nieto de Poulidor, el ciclista más amado en Francia, Mathieu van der Poel es el primer campeón del mundo en carretera de los Países Bajos desde que el viejo Joop Zoetemelk tocara el arcoíris en 1985. “No diré que la caída y el conseguir levantarme y llegar hace más bonita la victoria, no, porque habría preferido seguir en la bici”, dice un ciclista al que la afición ama y considera el predestinado, el símbolo perfecto de los tiempos, con la osadía despreocupada de quien no teme perder, solo no ganar, y ganar las carreras más importantes, los monumentos, de la manera más espectacular, como este 2023, el Mundial de ciclocross en enero, el quinto de su vida, y Van Aert, al que martiriza, segundo; la Milán-San Remo, y Van Aert, segundo; la París-Roubaix, y Van Aert, tercero. “Esta victoria completa mi carrera. No puedo ni imaginarme lo que será correr todo un año con el arcoíris. Si esta caída tonta en una curva en la que no arriesgué nada, me hubiera costado el Mundial no habría podido dormir un par de días”.
La afición ama a Van der Poel, su sonrisa de niño travieso, gamberro que le gusta tirar petardos, y hacer ruido, y ama también en el largo día de paseo y pelea por el dédalo de Glasgow, idas y venidas por calles iguales, por cuestas similares, y tantas esquinas que comerse, a Van Aert, a Pogacar, a Pedersen, aquellos para los que el ciclismo es siempre un combate. Ama hasta a Evenepoel y al italiano Alberto Bettiol, que ataca con astucia a 55 kilómetros de la meta, esprintando mientras los demás se frenan para coger un bidón de manos de los auxiliares. Y ese ataque a traición es el petardo último de los ciclistas que, eléctricos como Pogacar como su maillot esloveno verde eléctrico, incansables como Van Aert, decididos como Pedersen, han convertido los últimos 140 kilómetros del Mundial de Glasgow, el del circuito que todo el mundo pensaba que era el anticiclismo, en una carrera tan extraordinaria y generosa que muchos tardarán mucho en olvidarla. Cuando se va Bettiol solo y gana medio minuto, los cuatro grandes se ponen de acuerdo y relevan amigos y persiguen juntos. Ya nadie más aguanta su rueda. Ni siquiera el campeón saliente, Evenepoel, que, incómodo en un circuito tan técnico, como le dicen, pierde demasiada energía en los látigos, en los cambios de ritmo, en las curvas, en el territorio en el que los que se van delante son maestros, un ciclocross a tope a tope de tres horas. En un día de frenesí contagioso, y a una velocidad tremenda (44,267 kilómetros por hora de media los 27,1 kilómetros) todos han atacado al menos tres, cuatro veces, todos se han respondido. Ninguno responde a Van der Poel, tocado por la gracia, cuando a 22 kilómetros de la llegada ve al final de una cuesta a Bettiol que ya desfallece. Ataca el neerlandés como él solo sabe. “Era el momento ideal. Después de la cuesta en la que ataqué venía un descenso, y yo me sentía muy fuerte y veía a los demás flaquear”, dice Van der Poel. “Cuando ataqué y me volví y vi que no me seguía nadie, sentí que tenía alas”. Devora a Bettiol. Deja a sus compañeros pelear por el podio, que completan a sus lados Van Aert, siempre segundo, y tercero Pogacar, tan sprinter que hasta puede con Pedersen en los últimos metros. El podio perfecto. La foto del ciclismo amado. El deseo de uno alimenta el hambre de los otros.
Ninguno puede con Van der Poel, que corre en alas del destino, y con tanta fuerza corrió que habría sido más difícil hacerle perder que lo que les costó a los de la policía, casi una hora, despegar con escoplo y martillo las manos pegadas al asfalto con cemento armado de los activistas contra el cambio climático que interrumpieron la carrera junto al embalse de Carron Valley, en las highlands, durante el trayecto Edimburgo-Glasgow. “Me alimentaba también un deseo de venganza por lo que me ocurrió el Mundial pasado [la policía australiana le detuvo la madrugada de la carrera tras una discusión en su hotel con unos jóvenes que no le dejaban dormir]”, añade el campeón del mundo, que el sábado disputará también en Escocia, en Fort Williams, el Mundial de mountain bike. “Fue una sensación increíble”.
Uno de los Mundiales más duros que se recuerdan lo terminaron 58 de los 195 ciclistas que lo empezaron, entre ellos los españoles Alex Aramburu (19º, a 8m 30s de Van der Poel) e Iván García Cortina (30º, a 8m 59s).
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