Hay una naturaleza muy particular en los jugadores que, cuando sus compañeros disparan a puerta, salen corriendo enloquecidos hacia el portero. Lo hacen, de hecho, décimas antes de que los compañeros disparen: el compañero está armando la pierna y esos jugadores piensan automáticamente en la segunda jugada, que es el rechace. Se trata de la escuela que depuró hasta el final Raúl González Blanco, que venía a decir que se puede ser un crack mundial y rebañar sin complejos (de hecho es muy difícil ser un crack mundial y no rebañar: no renunciar al sopeo, al barco, a pasar el pan después del pulpo, donde a veces está la gloria, en el aceite y el pimentón). Esa naturaleza particularísima, puro instinto, está relacionada intrínsecamente con los asuntos más graves de la vida, esos que exigen fe hasta el final, un pacto entre la esperanza y tú: si ella no se va, tú sigues corriendo.
El gol de Bellingham contra el Getafe, minuto 95, es el resultado de una maniobra que sólo hizo él dentro del área, ni sus compañeros ni sus rivales: salir hacia el portero con tanta prisa que por momentos parecía que quería interesarse por él. La jugada del tiburón, el olisqueo a sangre fresca cuando los demás no intuyen ni siquiera vida. Esperar el fallo, anticiparse pensando más en el fracaso del portero que intercepta que en el éxito del delantero que dispara. Y así es como a veces se consiguen las cosas. Incluso ganarle al Getafe en el nuevo Bernabéu cubierto, y gracias a la carrerita de un jugador que en cuatro partidos ha empezado a levantar una de esas estatuas que le reprochó Buñuel a Dalí cuando visitó Nueva York y se encontró al pintor hablando mal de él en la prensa: “Pero qué haces, Dalí”. “Yo he venido aquí a levantar mi estatua, no la tuya”.
Bellingham se ha puesto, cargándose el mito de la famosa aclimatación que afectó incluso al otro 5 divino, Zidane, a levantar su estatua y la de un Madrid que se ha encontrado antes de empezar a Liga con su mejor portero lesionado, su mejor defensa lesionado y su mejor delantero lesionado. También sin 9, pero con 5. Va a ser un año divertido. Principalmente porque todos los son, pero quizá este lo será más. La Liga contra la Liga, la pobre expectación que despierta, la desnudez de sus clubes ante otros de cualquier otra competición que levanten el dedito y se lleven a un futuro crack, sus escándalos arbitrales, sus audiencias. Los carteles de los bares anunciando los partidos de los Premier, y no sólo en Mallorca; pronto estarán anunciándolos en Caldas de Reis. ¿Qué estímulos da esto? Salvo los mejores jugadores de Madrid y Barcelona (los Pedri, los Bellingham, y veremos hasta cuándo), la expectación que tiene esta Liga es saber qué jugadores destacarán y jugarán en Inglaterra, Italia o Arabia la próxima temporada.
Es un paisaje triste pero es el paisaje que se ha estado dibujando en los últimos tiempos y no será porque no se ha avisado: después de Messi y Cristiano, ¿qué? El paisaje económico que merecemos. Un potencial extraordinario, unos clubes grandes ganadores de Champions que hace diez años paralizaban el mundo cuando se enfrentaban entre ellos, y aquí estamos pendientes de que alguien falle para colarnos entre las otras ligas y marcar el gol de la victoria en el 95.
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