Que Luis Rubiales tuviese su propia película solo era cuestión de tiempo. Lo pienso mientras espero a que el avión que lo traslada desde la República Dominicana tome tierra en el aeropuerto de Barajas y el antiguo presidente de la RFEF sea detenido sobre la misma pista de aterrizaje por unidades especiales de la Guardia Civil. Quizá fuera una idea que siempre estuvo ahí, un sueño de juventud que algún día le serviría como repaso vital a todas las peripecias que estaban por venir: desde su sorprendente debut como futbolista en la Primera División Española hasta su todavía más sorprendente coronación como hombre fuerte de nuestro fútbol. Ahí estaría, sin duda alguna, el hilo argumental de una historia difícil de creer y que podría empezar a contarse por el final.
Hay un momento, recién terminada la final entre España e Inglaterra, donde Rubiales exhibe por primera vez y sin ningún tapujo sus artes de villano cinematográfico. La selección española femenina acaba de ganar de la Copa del Mundo y el eufórico presidente celebra la victoria como propia sin ahorrarse ni un solo gesto, ni un solo grito, ni un solo exceso. Salta, señala con el dedo al terreno de juego y se agarra los genitales en presencia de la reina de España y una de las infantas, también de las demás autoridades FIFA, que intuyen la efervescencia del personaje y se separan un par de pasos del epicentro: a nadie le gusta estar cerca cuando explota un volcán y Rubiales es, en ese momento, una mezcla peligrosa entre Jason Statham y el Krakatoa.
Dicen las primeras informaciones que la agresión a Jenni Hermoso no formará parte de la película. O el piquito, como lo bautizó el propio Rubiales cuando se plantó ante la asamblea de la RFEF después de verse ocho veces El lobo de Wall Street, excitado y desafiante, para anunciar que no iba a dimitir. Lo hizo rodeado de su familia, con sus hijas presentes y aprovechando el trance para aleccionarlas sobre lo que él entiende como los peligros del falso feminismo. “Eres un crack”, dice que le dijo Jenni casi a modo de consentimiento. Y todos entendimos que, en realidad, era el propio Rubiales quien se dirigía a sí mismo. Que era el gracioso Rubi, el hombre simple, felicitándose ante la mirada ojerosa de nuestro fútbol mientras reprimía las ganas de agarrarse nuevamente los genitales y abandonar el escenario con el dedo índice apuntando al cielo.
Bajó Rubiales el último del avión, pulcro y bronceado, como cabría esperar en un alto directivo que viene de pasar unos días en la República Dominicana previo paso a su detención. Y por un momento fantaseamos los curiosos con que Luis, el crack, se hiciese fuerte en el aparato. O que huyese atravesando la pista con unos de esos carritos en los que se transportan las maletas, quién sabe si derrapando en alguna de las curvas y utilizando una última cabriola violenta para saltar la valla y huir campo a través. El cine de acción acostumbra a depararnos todo tipo de sorpresas, pero en este caso tuvimos que conformarnos con avistar al protagonista de nuestra historia entrando en una furgoneta negra por su propio pie, dócil, casi derrotado, al menos en dicha escena.
“Usted habrá alcanzado el éxito en su campo cuando no sepa si lo que está haciendo es trabajar o jugar”, dijo en cierta ocasión Warren Beatty. Ahora le toca a un juez contarnos quién fue, realmente, el artista antes conocido como Rubiales: a veces gavilán, a menudo paloma.
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