“Si no pasamos a la final continuará la vida”, dijo ayer Luis Enrique, el rostro curtido por la intemperie, las arrugas como cicatrices y la voz cascada. “Al día siguiente nos levantaremos jodidos, ¡pero saldrá el sol! Y cuando sale el sol en París, es maravilloso”.
No es difícil adivinar por qué Luis Enrique, con sus desperfectos y sus exabruptos, despierta tanto o más afecto en la afición del PSG que el impertérrito Kylian Mbappé. Tras siete años en el club de su ciudad la transmisión de la estrella máxima hacia su público más próximo es tan intermitente como sus confesadas intenciones de buscar fortuna en otros horizontes. La inminencia de la despedida no cambia la sensibilidad general. Al contrario. Hoy (a las 21.00, Movistar) el goleador francés más rotundo desde la posguerra jugará ante el Dortmund su último partido de Champions con la camiseta azul en el Parque de los Príncipes, y lo hará en un clima de expectación más que de fiesta. No jugará más encuentros con un trofeo en juego ante su hinchada, antes de emigrar, tal vez a Chamartín, y en sus pies lleva buena parte de las posibilidades del Paris Saint-Germain de alcanzar la final de Wembley. Ganar la Copa de Europa es la causa existencial del proyecto de los príncipes cataríes y es la meta que siempre se propuso conseguir el jugador antes de despedirse. Pero entre la multitud y el ídolo reina cierta tensión. Al fin y al cabo, si el Dortmund se clasifica aprovechando el 1-0 de la ida, el sol saldrá para todos en París, pero Mbappé se encontrará ocupado haciendo la mudanza.
Algún día Mbappé será objeto de un tratado semiótico. La ciencia debería explicar por qué este muchacho de 25 años que ya de niño se comportaba como un adulto de costumbres burocráticas se ha convertido, según las consultoras que valoran los derechos de imagen, en uno de los deportistas con más potencial mercantil del planeta tras la paulatina retirada de Federer, Messi o Le Bron James. Dicen en París que Apple estudia contratar su imagen. En Silicon Valley su misterio engancha. Pero los hinchas del PSG, su club de toda la vida, llevan desde 2017 intentando descifrarle, y a juicio de la frialdad con la que le tratan, todavía no lo han conseguido. Ayer el diario L’Equipe recogía voces de seguidores que dan fe de que en las curvas del Parque de los Príncipes se recuerda a otros ídolos más venerados. Raí, Pastore, Verratti o incluso Ronaldinho despertaron más pasiones en la hinchada. Mientras, Nasser al-Khelaifi, el presidente catarí, sigue preocupado por conseguir que la salida de la estrella más internacional de Francia discurra sin daños políticos colaterales.
“Mbappé tiene su bandera y su canto, igual que Zaïre-Emery”, decía un viejo hincha en L’Equipe; “él tiene nuestro amor. Pero las estadísticas no lo son todo”.
Que Mbappé sea el rey del rendimiento, máximo goleador de la historia del club con 255 goles en 305 partidos, no pesa tanto en el corazón de la hinchada como su actitud desde que vacila entre irse al Madrid o renovar su contrato con el PSG, una saga sin precedentes que comenzó aproximadamente en 2020. Cuando la semana pasada entró en el Westfalenstadion, antes de disputar la ida de la semifinal de la Champions, iba el último de la fila, solo, garboso, ensimismado en el sonido de los auriculares, sereno, casi impasible, casi indiferente. Su partido resumió la impotencia del PSG: tres tiros, uno entre los tres palos, uno al palo; 29 pases; ocho regates intentados, solo tres con éxito.
“¿Dónde están los espacios si es que los hay?”, dijo Luis Enrique, cuando ayer le preguntaron cómo hacer para que Mbappé no se desconecte tanto del juego del resto del equipo, como sucedió en Dortmund. “Dependes del rival: hay rivales que se cierran y no dejan recibir entre líneas, y hay rivales como el Dortmund que nos van a presionar y se replegarán en un repliegue medio, dejando espacios a su espalda y también entre las líneas”.
El mensaje del entrenador asturiano, aunque encriptado, fue nítido para quien maneje el lenguaje cotidiano del fútbol. El Dortmund —vino a decir— asumió un intercambio de golpes que el PSG no aprovechó porque sus delanteros no fueron capaces de descubrir los espacios que sí hubo entre Kobel, Hummels y Can. “Mi objetivo es que nuestros mejores jugadores, cuanto más participen mejor”, dijo. “Pero yo no quiero que toquen el balón en el sitio del central. Porque no vale para nada. Yo quiero que el delantero en un partido difícil toque el balón en la fase y en la zona crítica”.
Mbappé no suele conducir para ir al trabajo. La prosaica furgoneta que le lleva y le trae cada mañana cubriendo el trayecto de 20 kilómetros entre su casa, en el barrio de Neiully-sur Seine, y Poissy, sede de la ciudad deportiva del PSG, es tan regular y predecible como su dueño. Será raro que no marque esta noche. Pero no es tan fácil predecir cómo responderá la hinchada. Al gran Kylian Mbappé le quedan dos partidos para despedirse a como un ídolo más o como el ídolo máximo.
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