Eduardo Chillida iba a ser Arconada antes de que Arconada naciera. El escultor era ya a los 19 años un portero superlativo en la Real Sociedad, pero una entrada de Sañudo en un partido contra el Valladolid —el último de la temporada— le destrozó la rodilla y truncó su fichaje por el Real Madrid en 1943. La aventura se torció, pero transformó la experiencia como arquero en arte. “El portero tiene que desarrollar una serie de condiciones muy especiales de intuiciones espacio temporales muy rápidas y muy inmediatas relacionadas con estos dos misterios, el espacio y el tiempo, que me hacen pensar que las condiciones que hacen falta para ser un buen portero y un buen escultor son prácticamente las mismas”, le explicó a su hija Susana Chillida Belzunce para un documental.
Los porteros son artistas que viven en ese diedro que forma el área del que hablaba Chillida, un lugar único de la cancha porque esculpe una visión única de lo que sucede en tres lugares distintos a la vez. Funcionan en una frecuencia emocional distinta, a menudo melancólica. El miedo del portero al penalti, legendario libro del Nobel Peter Handke, escrito en 1970, ponía el foco en Josef Bloch, aquel guardameta ficticio, símbolo de ese aislamiento y de la soledad en los momentos cruciales de la vida. No es casualidad que el portero sea el único que viste distinto —con el árbitro— y que puede ver el partido de forma completa desde su área. También el único capaz de determinar de forma más directa el destino de un encuentro con sus aciertos o errores. No digamos los del Barcelona, destinados por contrato filosófico a jugar con los pies a 30 metros de la portería, abonando a la grada al desfibrilador. El hombre sin manos, como lo bautizó Johan Cruyff en una de sus certeras boutades.
El Barça se ha metido en un buen lío con la lesión de Ter Stegen, que no tenía suplente porque él no quiso. El club dejó marchar al PSG a Arnau, un gran portero más culé que Joan Gaspart, y tiene en la cantera a dos chicos estupendos, pero sin experiencia. De Iñaki Peña, aunque Flick no lo diga claramente, parece que no se fían demasiado. La derrota contra Osasuna no fue su culpa, pero le chutaron cinco veces entre los tres palos y entraron cuatro. El Barça, en cambio, disparó seis veces y entraron dos (Sergio Herrera, más allá del error con Pau Víctor, paró dos claras). En Champions los disparos a puerta se reducen alrededor de cuatro por partido. Como todo, podría verse también al revés. Pero detener dos o tres de esos disparos marca la diferencia.
La planificación del Barcelona en la portería ha sido muy discutible. Nadie entiende ahora cómo puede ser que Ter Stegen no tuviera suplente en el que confiase plenamente el entrenador. Un buen recambio es fundamental, como lo fue Lunin el año pasado, que llevó en volandas al Madrid hasta la final, especialmente gracias a su tanda de penaltis en el Etihad. La vida fue injusta con el ucraniano, como suele serlo con los porteros, y no jugó la final. Tanto como puede serlo ahora con Iñaki Peña, que verá cómo un guardameta retirado, el polaco Szczęsny, le compite la plaza.
La diferencia entre un equipo que gana la Champions y el que la pierde —esta también podría ser un silogismo cruyffista— suele estar entre los tres palos. El Real Madrid, por ejemplo, levantó la novena gracias a un Iker Casillas de 21 años, que comenzó como suplente el partido contra el Bayer Leverkusen y que salió en el minuto 61 por lesión de César. En 90 segundos paró tres balones —sobre todo el que detuvo a Berbatov desde el suelo— que le dieron la orejona al equipo que entrenaba entonces Vicente del Bosque. O la que el Madrid ganó contra el Liverpool gracias a los errores de Karius, casi todo el partido grogui por el golpe que le dio Sergio Ramos, dañándole, precisamente, esa visión espacial de la que hablaba Chillida. El pobre Karius, por cierto, desapareció después de aquello para siempre. Quizá ahora sea escultor.