Para los contribuyentes de todo el mundo pagar impuestos suele ser una tarea ingrata, un fastidio, pero para los trabajadores brasileños es un auténtico infierno. El sistema tributario de este país es barroco. Complejísimo y plagado de excepciones y exenciones. La más increíble, la que desde los noventa exime de pagar impuestos a los dividendos que las empresas reparten a sus accionistas. Y, además, es profundamente injusto. La carga tributaria se apoya mucho más en el consumo (alimentos o servicios que usan indistintamente ricos y pobres) que en la renta o el patrimonio. Conclusión, los impuestos castigan a los más miserables y, en vez de paliar la brutal desigualdad, la perpetúan y aumentan. Después de tres décadas de debate, la Cámara de Diputados aprobó con holgura una reforma tributaria ya entrada la noche del jueves: 382 diputados a favor, 118 en contra y tres abstenciones. Ahora debe ir al Senado.
La ambición del proyecto es escasa. Busca unificar los cinco impuestos al consumo y adoptar un IVA, en realidad dos IVAs. Sí, Brasil suele tener aversión a lo simple, aunque tiene su lógica porque es un país continental. Todas las magnitudes son gigantescas en este país de 203 millones de habitantes, según el último censo, 27 Estados (tantos como países tiene la UE) y 5.000 municipios. En consonancia, las cifras de cualquier asunto fiscal son de mareo. Por ejemplo, en ningún país del mundo una empresa necesita dedicar tantas horas a la burocracia tributaria: 2.960 horas requiere una compañía que facture unos 8 millones de euros, o sea, 123 días, según un estudio de Deloitte. Entre los asalariados, no es raro encargar la declaración de la renta a contables que prometen aprovechar hasta la más nimia de las novedades. Jefferson Nascimento, coordinador de justicia social y económica de la ONG Oxfam, advierte de que “esa complejidad del sistema enmascara la desigualdad” que genera.
Espectacular es el acelerón que han vivido en los últimos días las negociaciones sobre la reforma tributaria, un asunto al que sus señorías han dedicado en los últimos años eternos debates que han quedado nada una y otra vez por la fuerza de los lobbies. Los abogados lograron neutralizar el anterior intento, en tiempos del ahora inhabilitado Jair Bolsonaro. Esta semana, la Cámara de Diputados suspendió toda la agenda parlamentaria que no tuviera que ver con los impuestos para asegurarse de que el proyecto se votara cuanto antes en primera lectura.
Mientras parlamentarios, gobernadores y alcaldes discuten calculadora en mano, los medios intentan explicar con ejemplos sencillos los vericuetos y novedades de un sistema tributario que, según el editorialista de O Globo, es “el más opaco, complejo y caro del mundo”.
Y además, es regresivo. Nascimento, de Oxfam, una de las ONG que batalla para que los impuestos sean un instrumento de redistribución de la riqueza, explicaba al inicio de la legislatura que, “en Brasil, más de la mitad de la carga tributaria viene de los impuestos sobre el consumo, un porcentaje muy superior al de la OCDE [el club de los países más desarrollados], de manera que los pobres acaban pagando más que los ricos porque, en el otro extremo, se gravan poco la renta y el patrimonio”.
El impuesto de la renta brasileño es progresivo con un máximo del 27,5% que paga cualquier empleado que cobre un salario a partir de los 950 dólares (3,5 salarios mínimos) hasta el banquero mejor pagado del país. Pero no siempre fue así. A finales de los ochenta, el tope era del 45%.
Por eso, Brasil también tiene su versión del magnate Warren Buffet cuando se queja de que paga más impuestos que su secretaria. Es el fundador y director ejecutivo de un negocio boyante, Petz, una cadena de tiendas con todo lo que cualquier amante de las mascotas puede soñar. “Yo, como CEO de mi empresa, pago menos impuestos que una de nuestras cajeras. Es una vergüenza”, protestaba Sérgio Zimerman hace unos meses en una entrevista. Añadía: “Si la gente supiera lo que paga [de impuestos] cada producto habría una revuelta”. Pero no es nada fácil saberlo porque entender los entresijos prácticamente requiere un master en fiscalidad. Para el empresario brasileño, cuya compañía cotiza en Bolsa, “es absurdo que alguien defienda que los dividendos no se deben gravar”.
Esa exención, implantada en Brasil en 1995, es casi única en el mundo. Solo dos países europeos, pequeños y sin la brutal desigualdad del país más rico de América Latina, no cobran impuestos a los beneficios que reparten las empresas, según Tax Fundation. Esa es, precisamente, explica el experto de Oxfam, la principal fuente de ingresos de los hipermegarricos: “El 0,2% de los brasileños con más renta recibe el 70% de ella a través de beneficios y dividendos”.
Las excepciones son el pan nuestro de cada día en Brasil. La presión de los lobbys es enorme, los congresistas, fáciles de convencer y cada año se incorporan toda suerte de dispensas. Entre las divertidas, aunque corrosiva para un bolsillo pobre, uno de los postres más populares del planeta, el helado. Resulta que, en su versión clásica, paga un 5% de impuestos sobre el precio de venta. Pero con un leve cambio de composición y bautizado como bebida láctea se produce la magia fiscal: cero impuestos, como bien sabe McDonalds, donde triunfa la Casquinha Baunilha, “un cucurucho supercrujiente con bebida láctea de vainilla”.
Las desgravaciones son incontables. Y el menú de exenciones tributarias, rico y variado. Conforman una larga lista que elabora la Asociación Nacional de Inspectores Fiscales de la Hacienda brasileña y no tiene desperdicio. Ellos lo presentan como el dinero que el Estado renuncia a recaudar. Solo en el capitulo de beneficios empresariales y dividendos sumó en 2022 la friolera de 15.000 millones de dólares. El Estado brasileño recaudaría otro tanto si hubiera creado el impuesto a las grandes fortunas que incorporó en su día a la Constitución.
Los inspectores también señalan a las empresas más privilegiadas a la hora de hacer cuentas con Hacienda. La minera Vale, una de las empresas brasileñas más valiosas, se benefició el año pasado de exenciones por valor de 3.800 millones de dólares, parte vía patrocinios a la cultura. Esos son algunos de los aspectos más sorprendentes, pero la casuística es infinita.
Algunos datos claves de la reforma, como el porcentaje exacto de los nuevos IVAs, se discutirán más adelante; el plan es que ronde el 20-25%. Como estas novedades se tramitan en modo enmienda constitucional (a una de las Leyes fundamentales más extensas del mundo), incluso si sale adelante, aún requerirá una ley complementaria y habrá, por supuesto, un plazo de transición que según la propuesta puede superar la década.
Aunque la redistribución de la riqueza es una de las banderas del Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, nadie piensa en cambios drásticos ni revolucionarios. El Ejecutivo considera que este proyecto de crear los IVAs, y un organismo que distribuya lo recaudado entre los Estados y los municipios, es clave para empezar a simplificar el barroco sistema tributario. El ministro de Hacienda, Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), no ha vuelto a decir como en abril que “las empresas que no pagan impuestos y tienen beneficios van a empezar a aportar”.
Haddad echó mano este miércoles de una diplomática ambigüedad ante la prensa: “Nadie esta pensando en el cortísimo plazo, en ganancias o pérdidas. Estamos pensando en que Brasil crecerá con está reforma, vendrá más inversión porque habrá más seguridad jurídica y traerá más tranquilidad a los gestores públicos para tener los recursos necesarios para honrar los compromisos sociales. Todos ganan”.
Mientras, buena parte de la recaudación vendrá de productos cotidianos como el plato nacional, arroz y feijâo (alubias). Con la reforma, los brasileños que viven en las chabolas ya no pagarán impuestos por una cesta básica. Tampoco los compatriotas de las mansiones con jardín y piscina.
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