Hace unos días, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) emitió su segunda opinión sobre el ingreso mínimo vital (IMV). La atención mediática suscitada por el cruce de declaraciones entre los responsables de ese organismo y los del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones ha dejado en un segundo plano el debate sobre los logros y límites de esta política de inclusión tres años después de su puesta en marcha.
Los programas de renta mínima son un instrumento central en la política social en la gran mayoría de países de la Unión Europea. La creación del IMV supuso la corrección de una anomalía histórica, que había sido criticada recurrentemente por la Comisión Europea. Su desarrollo fue un gran reto para el sistema de gestión de la Seguridad Social, poco habituado a aumentos tan rápidos de la demanda y a las características de los posibles perceptores. Más de 600.000 hogares han entrado en algún momento en el programa —no se publican datos del volumen actual de perceptores— y, desde su inicio, se han recibido más de dos millones y medio de solicitudes.
Las referencias más habituales para medir la eficacia de una renta mínima son su adecuación o capacidad para acercar las rentas al umbral de pobreza, complementando otros posibles ingresos del hogar, y la cobertura de las personas potencialmente elegibles. Un avance importante del IMV respecto a prestaciones ya existentes, como las rentas mínimas autonómicas, es su mayor adecuación, sobre todo en los hogares con menores de edad. Esta protección se reforzó con el aumento del 15% de su cuantía en 2022, que compensó gran parte de la merma de capacidad adquisitiva causada por la inflación. Tal mejora no ha significado, sin embargo, un gran acercamiento respecto a los países europeos con programas más generosos y tampoco resulta suficiente para reducir sustancialmente la tasa de riesgo de pobreza, aunque sí sus manifestaciones más severas.
La principal objeción que ha recibido el IMV es la limitada cobertura de los hogares con ingresos insuficientes. La normativa de la Seguridad Social deja fuera a algunos hogares especialmente vulnerables, como los conformados por personas extranjeras en situación administrativa irregular o, salvo excepciones, los titulares menores de 23 años, por el temor a no crear una renta de emancipación. Esa normativa, además, define unidades de convivencia demasiado amplias y es rígida en lo que respecta a las condiciones de patrimonio.
A estos problemas se añade la dificultad que tienen estos programas para recoger el carácter dinámico de la pobreza. Todas las personas de la unidad de convivencia deben cumplir todos los requisitos durante todo el tiempo de posible percepción de la prestación, que además se paga dependiendo de los ingresos fiscales del año anterior. Una de las características más determinantes de la pobreza es, sin embargo, la gran variabilidad de los ingresos, que puede generar el problema de tener que devolver las cantidades indebidamente percibidas. Los procedimientos de reclamación son muy complejos para este tipo de hogares, sin que haya justicia gratuita para las reclamaciones previas a la Seguridad Social, de las que depende que prospere, en su caso, el procedimiento judicial posterior.
La AIReF ha puesto datos a otras dificultades. El más destacado es el 58% de unidades potencialmente beneficiarias que no solicitan la prestación. Estimar su demanda potencial es complicado, ya que la información de renta y patrimonio de la Agencia Tributaria empleada por la AIReF tiene algunas limitaciones y no coincide completamente con la utilizada para la gestión del IMV. En su estimación, además, no ha tenido en cuenta requisitos importantes para poder solicitar la prestación, como el de residencia o la antigüedad de la unidad de convivencia y su composición. Más del 40% de las solicitudes se rechazan precisamente por el incumplimiento de estos requisitos.
En cualquier caso, aunque la falta de acceso sea menor a la estimada, la limitada cobertura es un problema importante. El conocimiento de la prestación es insuficiente, motivo que ha impulsado distintas campañas comunicativas. Junto a este desconocimiento, otra razón es la complejidad del proceso de solicitud, que suele exigir atención presencial. Para muchos de los posibles demandantes la administración electrónica ha pasado a convertirse en administración ausente.
Estos problemas urgen la búsqueda de soluciones. El IMV es una buena política, que trata de reducir la pobreza garantizando equidad territorial y a la que se ha dedicado un importante volumen de recursos públicos, pero necesita retoques importantes. Varias organizaciones reclamaron desde el primer momento una simplificación del proceso de solicitud y aligerar las exigencias de documentación. Algunos programas que funcionan eficientemente en otros países emplean procedimientos más ágiles. En Estados Unidos, por ejemplo, en el programa más popular (Earned Income Tax Credit), la Administración notifica a cada persona con derecho a la prestación que si quiere recibirla basta con que envíe su confirmación.
También hay margen de mejora en los mecanismos de corresponsabilidad y coordinación con las comunidades autónomas. Aunque se han desarrollado protocolos para reconocer este derecho a las personas beneficiarias de las rentas mínimas autonómicas, la coordinación entre las comunidades y el gobierno central ha sido limitada. El objetivo inicial fue que el IMV sirviera como una base o suelo de protección igual para todos los territorios, que las comunidades autónomas podían complementar, ya fuera dando cobertura a los hogares sin acceso o aumentando la cuantía de la prestación. Las opciones adoptadas han sido diversas: con mejor o peor fortuna algunas comunidades han asumido esa función subsidiaria, otras han optado por reforzar su propio programa y un tercer grupo ha aprovechado la oportunidad para eludir su responsabilidad y prácticamente eliminar su renta mínima. La realidad es que algunas de las desigualdades inherentes al modelo anterior se han mantenido en el nuevo.
Es necesario dar respuesta a estos retos y ampliar la capacidad del IMV como herramienta imprescindible para articular la lucha contra la pobreza junto a otras prestaciones no contributivas y las políticas de inclusión activa. Las circunstancias económicas y políticas que impulsaron su creación hicieron que un programa tan importante tuviera que diseñarse en muy poco tiempo. El reto es ahora seguir ajustando la normativa a la singularidad de las situaciones de exclusión social y acercar la prestación a quienes más la necesitan.
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