Óscar Saladié apenas desayuna. Se levanta con el estómago cerrado y, mientras se ducha, tiene ganas de vomitar cuando piensa en el trabajo que le espera. Con 52 años, está estresado y quiere dejarlo todo. Le dice a su mujer, Araceli, que así no pueden seguir, que un día va a pasar algo y gordo. La mañana del 14 de enero de 2020, Óscar toma un té y se va a Iqoxe, una de las empresas del complejo petroquímico de Tarragona, donde trabaja como jefe de planta. Allí sigue (ha excedido su horario, como siempre) a las 18.37, cuando una deflagración levanta de sus anclajes el reactor de la planta de derivados U-3100 y provoca una tremenda explosión.
“El accidente más grave ocurrido en una empresa química en toda Europa”, según la jueza que acaba de finalizar la investigación, confirma la intuición del jefe de planta y las declaraciones a los Mossos de otros trabajadores, que “habían interiorizado la posibilidad de un grave accidente por la dinámica de trabajo”. Saladié murió en la sala de control, un espacio con oficinas y vestuarios a apenas diez metros de la planta, “rodeada de reactores” y sin más protección que una plancha de unos milímetros. La sala, que quedó destrozada y fue “bunkerizada” tras el siniestro, fue también la tumba de su compañero Óscar Atance, jefe de turno, que había expresado a su esposa idéntico temor: un día saldrían volando.
Lo que también salió volando aquella tarde, a gran velocidad y sin dirección, fue una plancha del reactor de 500 kilos que, incandescente, recorrió dos kilómetros y medio hasta impactar en una vivienda del barrio de Torreforta, en Tarragona. El techo del tercer piso se hundió y mató al vecino del piso de abajo, el frutero Sergio Millán, de 59 años, la más surrealista de las tres muertes por un accidente que reabre el debate sobre la proximidad entre la petroquímica y los núcleos habitados de un área que también es un polo de atracción turística. La investigación judicial revela, de forma indiciaria, que Iqoxe descuidó la seguridad para obtener más beneficios, que la Generalitat gestionó de forma pésime el incidente y que, ese día, la tragedia a punto estuvo de convertirse en catástrofe.
Rentabilidad y seguridad
El consejero delegado de Iqoxe, José Luis Morlanes, y el director de la fábrica de Tarragona, Juan Manuel Rodríguez, se sentarán en el banquillo de los acusados por homicidio imprudente y por un delito contra los derechos de los trabajadores. Desde que, en 2014, el grupo Cristian Lay (dedicado sobre todo a la joyería) compró la fábrica, ejecutaron un plan para “aumentar la producción y reducir los costes”. El resultado fue que la actividad en una industria altamente peligrosa se desarrolló “sin las debidas condiciones de seguridad”. La empresa, afirma rotunda la jueza Sofía Beltrán en su auto, “priorizó la rentabilidad sobre la seguridad de las personas”.
Los trabajadores, como Óscar Paladié y Óscar Atance, pagaron esa supuesta política de recortes. La empresa les sometió a una situación de “estrés laboral” y “gran presión” y llegó a contratar a una persona —la plantilla le conocía como “el sombras”, porque aparecía de repente— para controlar al segundo los ritmos de trabajo. Mientras aumentaba la producción (un 39% hasta 2019) y se abrían nuevas plantas (de tres a cinco reactores), el número de trabajadores era “insuficiente”, lo que se agravó con varios despidos poco antes del siniestro. Iqoxe rechaza de forma tajante todas las conclusiones de la jueza: asegura que invirtió grandes sumas en seguridad, que la plantilla estaba bien dimensionada y que en ningún caso se priorizó la rentabilidad. Su abogado, el penalista Emilio Zegrí, ultima un recurso contra el auto.
Fran Pizarro muestra la silueta de Iqoxe desde un punto elevado, con Port Aventura al fondo. Llega un olor intenso, como a huevo podrido. “Yo ya no percibo nada”, dice el hombre, que ha trabajado en la empresa 22 años y fue despedido en marzo por un incidente con un compañero del comité de empresa que él niega. Pizarro admite que la empresa hizo “mejoras” tras el accidente y defiende que “hay que convivir con la química” porque “alimenta a muchas familias de la zona”. Pero denuncia que no se hubieran tomado medidas antes, cuando él y otros alzaron la voz. “No se puede poner la rentabilidad por delante de todo. Hay que invertir en seguridad para minimizar riesgos. Lo que teníamos aquí no era normal”.
El auto describe con detalle una situación de deterioro: los operarios debían controlar dos plantas a la vez (en vez de una, como antes) y abandonar la sala de control para hacer tareas en planta. Sus equipos (ropa de trabajo, guantes) no protegían frente al riesgo químico. Las plantas apenas se limpiaban y las averías en válvulas o bombas eran frecuentes. Todo ello contribuyó a que los accidentes laborales aumentaran de forma exponencial a partir de 2014.
Una “receta” improvisada
Ese contexto es esencial, dice la jueza, para entender lo ocurrido la tarde del 14 de julio de 2020 en Iqoxe, una empresa que fabrica óxido de etileno (para clientes como Repsol o Dow Chemical) y productos derivados. En la planta donde ocurrió el siniestro, la U-3100 —que “producía sin parar las 24 horas del día”— ese día se preparaba MPEG500, que se emplea como aditivo del cemento. Solo se había producido seis veces antes y ese día el proveedor había pedido una cantidad distinta, lo que obligó a Saladié a “reajustar la receta o fórmula” sin ensayo previo. Iqoxe rechaza igualmente esa y otras afirmaciones de la resolución.
La cantidad de uno de los ingredientes acabó siendo, presuntamente, menor de la necesaria. El reactor sufrió una subida de presión, que abrió “de forma brusca” una válvula de seguridad. Las alarmas sonoras estaban desactivadas y los trabajadores no estaban siguiendo la reacción en las pantallas. “Ese día había sobre la mesa todos los elementos para una tormenta perfecta”, cuentan Toni Orensanz y Rafa Marrasé en su libro La gran explosión (Folch & Folch), donde bucean en el sumario del caso, rescatan la historia de la petroquímica de Tarragona (la más grande del sur de Europa) y esbozan la vida de los fallecidos, cuyas viudas han sido indemnizadas pero no pueden hablar públicamente del tema porque firmaron una cláusula de confidencialidad, según han explicado diversas fuentes a este diario.
Fue una tragedia, pero pudo haber sido mucho peor, dice la jueza tras tres años y medio de investigación. Grandes piezas de metal, como la que acabó matando a Sergio Millán cuando estaba en su casa, “salieron dispersadas sin dirección” y “actuaron como metralla”: impactaron en una zona educativa y en el puerto de Tarragona, dañaron viviendas de tres municipios y, sobre todo, provocaron “una brecha y un incendio” en un depósito de Iqoxe con 138 toneladas de óxido de propileno. Si llega a explotar ese depósito, se hubiera producido “un efecto dominó” por la cercanía de otras empresas químicas y por la conexión de todas ellas por una tupida red de tuberías.
Un protocolo que no se activó
Fue una situación “de grave riesgo para las personas y para la población en general”, dice la jueza, que recuerda el precedente del camping de los Alfaques: en 1978, un camión cisterna con 23,5 toneladas de ese producto arrasó un radio de 100 metros. Si el desastre no se consumó fue sobre todo por la rápida reacción del bombero de la empresa y otros trabajadores de Iqoxe. Los Bomberos se sumaron rápidamente a las extinción, pero lo hicieron a ciegas, sin saber a qué se enfrentaban, por la incapacidad de la empresa para dar información: no supieron que el depósito ardía hasta 45 minutos más tarde.
La gestión del accidente “incrementó notoriamente el riesgo derivado de la explosión”. La jueza apunta sobre todo a Iqoxe, que estaba obligada por ley a informar de inmediato al centro de coordinación (CECAT) y no lo hizo, motivo por el que también ha sido procesado su jefe de seguridad. Solo una hora después del siniestro, el CECAT logró contactar con él, que no pudo concretar qué había pasado o qué sustancias había almacenadas. La empresa alega que la virulencia de la explosión había dejado inutilizados muchos de sus sistemas.
La Administración tampoco tuvo su mejor día. Actuó de forma “descoordinada” y fue deficiente en el cumplimiento del plan de emergencias de la zona (Plaseqta). Lo ocurrido tenía “todos los rasgos” de un accidente de categoría 3, por lo que había que avisar a la población mediante sirenas. Se activó tarde, solo para desactivarlo al poco roto, sin que hubieran sonado las sirenas y mientras Protección Civil emitía “tuits confusos” sobre la posibilidad de confinarse o no. Si hay riesgo de efecto dominó, el plan indica que se debe “evacuar o alejar” a la población, cosa que no se hizo. Tampoco se convocó el gabinete de crisis, que se improvisó en el edificio del 112 de Reus y resultó ser “desastroso”. El Sistema de Emergencias Médicas (SEM) no sale mejor parado: atendió “con retraso” la emergencia: las ambulancias llegaron “todas a la vez, casi una hora después del accidente”.
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