Hace unos días tuve la suerte de estar en Toledo y disfrutar de la amabilidad de los toledanos y de la ciudad, iluminada de manera preciosa por la noche. A ello contribuía la iluminación navideña. Lo cual me hizo pensar en las luces de Navidad en Madrid, en Vigo, y en tantas ciudades que se engalanan y relucen especialmente en estas fiestas.
En ocasiones ese encendido de luces comienza mucho antes de que ni siquiera estemos pensando en que la Navidad se acerca. Y en ocasiones también esas luces ocultan y nos hacen olvidar el verdadero sentido de la luz de la Navidad, y por qué esa noche se ilumina. Se iluminó hace más de 2.000 años y se sigue iluminando desde entonces todas las Navidades.
Más allá de lo bonitas que son la luces, que lo son, y los adornos, no podemos dejar de recordar el sentido que tiene la luz. La luz de la gloria del Señor que anuncia la buena nueva, «hoy nos ha nacido el Salvador». La luz de la estrella que indica a los magos el camino, que les lleva a reconocer, en la más absoluta pobreza y en la fragilidad más grande, al Salvador del mundo.
Esa luz es la sonrisa del Niño, que ilumina el mundo entero. Y que nos tiene que hacer pensar en qué es lo que verdaderamente ilumina nuestras vidas, más allá de las luminarias y los fluorescentes.
Y considerar si todavía, porque somos humanos, porque somos deudores, porque somos sociales, seguimos siendo capaces de sentir la luz y el calor de lo pequeño, que a su vez es lo más grande. De sentir la ternura y la gratitud hacia ese Niño que nos salva y hacia cada niño que nace y trae paz y amor al seno de su familia.
Si somos capaces nosotros mismos de ser parte de la luz que ilumina un mundo lleno de tinieblas, de pobreza, de dolor. Si con nuestra vida, con la celebración y la adhesión al bien, podemos ser reflejo de lo que supone verdaderamente la Navidad.