Cuando Ana Blanco fue a una de sus citas ginecológicas rutinarias en 2016 nunca imaginó que a sus 38 años le dirían que sus pruebas habían detectado algo y le confirmaran que tenía cáncer. «Mientras me lo contaba la doctora, la palabra cáncer se te clava en el cuerpo y casi automáticamente dejas de escuchar porque no lo entiendes, no lo asimilas, y empiezas irremediablemente a pensar que te vas a morir. A los pocos minutos -confiesa-, mi mente hizo como un click y empecé a preguntar: ¿me van a operar? ¿Me van a dar radioterapia? ¿Necesito quimioterapia?… Lo cierto es que la doctora no podía responderme a todas estas preguntas con exactitud porque todo lleva un proceso y una retahíla de pruebas».
Según apunta a ABC «sientes miedo. Muchos miedos». Y, en vez de quedarse paralizada, optó por analizar uno por uno. «Me di cuenta que no tenía tanto temor al tratamiento o, incluso, a morirme, como a dejar a mis hijos sin su madre, huérfanos. También me angustiaba pensar en todo lo que yo me iba a perder al no poder verles crecer con sus 6 y 10 años y cómo se convertían en adultos para acompañarles en todos sus momentos importantes. A partir de ese pensamiento todo lo que hacían me parecía maravilloso. Si antes de mi diagnóstico me daba pereza estar de un lado a otro llevándoles a sus extraescolares, ahora verles hacer altetismo o llevarles al parque a que se tiraran por el tobogán, me parecía lo más maravilloso del mundo. Lloraba de la emoción».
Cuando hay un diagnóstico de cáncer, muchos padres deciden ocultarlo a sus hijos por miedo a que sufran. Sin embargo, Ana sacó fuerzas para reunirles y decirles «mamá está malita de cáncer en el útero y ahora los médicos me van a hacer pruebas para saber si lo tengo repartido por el cuerpo». El hijo mayor se daba cuenta de todo, el pequeño aún no.
Ana quiso intentar llevar una vida lo más normalizada posible, tanto que la familia al completo se fue de vacaciones de verano y su marido y sus hijos se quedaron en la playa mientras ella regresó a Madrid para la operación de útero. «Tras la intervención, lo primero que hice fue una vídeollamada para que me vieran y se quedaran tranquilos».
No obstante, su mirada como madre cambió. «Si antes les hacía todo, desde ese momento pensé que tenía que lograr que fueran autónomos por si yo no sobrevivía a la enfermedad. Les enseñé a hacerse la cama, a colocar y escoger su ropa, cocinar y, sobre todo, a repetirles hasta el infinito una frase: ‘¿Qué es lo que no tenéis que olvidar nunca, nunca, nunca? Que siempre os voy a querer y a estar a vuestro lado aunque yo ya no esté aquí». Se les ha quedado grabada en su mente.
Y llegó la segunda operación. Y las buenas noticias. «Me quitaron el ganglio centinela y al parecer el cáncer estaba muy encapsulado y no necesité quimioterapia. El día que me lo comunicaron no dejé de llorar de alegría. Volví a nacer, a pesar de sentirme muy débil por los tratamientos, por la caída de pelo y uñas… pero fue un chute de energía».
Esta madre superviviente de cáncer añade que esta enfermedad es muy psicológica. «Recuerdo que hasta entonces, dejaba a mis hijos en el colegio y al volver a casa, me tumbaba rendida porque me sentía como si hubiera hecho una maratón. Estaba derretida mentalmente. Aún así mis hijos me percibieron como una luchadora, y eso es una gran lección. Me lo hicieron saber de la forma más inocente. Un día, cuando volvieron de la casa de su padre -porque durante este periodo nos divorciamos- me trajeron una muñeca pelirroja, como yo, con un arco y una flecha. Me dijeron que era yo luchando como una valiente. Me quedé impresionada».
Para Ana, sus hijos han sido un motor para sacar fuerzas durante su enfermedad. «Son un verdadero regalo. Mis hijos han cobrado aún más importancia de la que ya tenían. Veo las cosas que hacen y dicen desde otra perspectiva. Me di cuenta de que la gente tiene otras preocupaciones y que ya no eran las mías del día a día con mis hijos. Ya no me enfadaba por tonterías. Para mí estar con ellos y bien era lo primordial. Recuerdo que hacíamos asambleas en las que nos juntábamos por la noche y nos contábamos tres cosas que nos hubieran hecho felices durante el día, aunque fueras sucesos pequeños. De esta forma empezamos a valorar pequeños detalles. Es más, a día de hoy mis hijos tienen 14 y 18 años y todavía nos juntamos por las noches para contarnos las tres ‘cosas del día’».
Sin duda, «sobrevivir al cáncer me ha cambiado la mirada. Cosas que me molestaban ahora las aprecio. Ya no pretendo nada material, solo experimental, vivir experiencias con mis hijos y mi familia para disfrutar juntos de la vida. Hay gente que no lo entiende, pero yo lo priorizo».
Tras su experiencia, Ana recomienda a las madres o padres a los que les den un diagnóstico de este tipo «que no se lo escondan a sus hijos para protegerles, vale la pena contárselo, hacerles partícipes de todo el proceso, es justo para ellos, tanto si hay un triste final, para que nunca se sientan que han estado al margen y les martirice cuando se hagan más mayores, como si hay un final feliz, y así puedan celebrarlo todos juntos. Aunque sean pequeños, no son tontos, algo perciben y hay que adaptar el mensaje a su edad, pero ellos siempre te tienden la mano y te acompañan para caminar juntos en la enfermedad. Merece la pena porque dan un apoyo inmenso».
Ana también agradece el apoyo recibido por la fundación Cris contra el Cáncer, «cuyo objetivo es fomentar y financiar proyectos de investigación para el tratamiento y cura del cáncer. Hacen una labor estupenda y es importantísimo apoyar a este tipo de organizaciones porque necesitan recursos para seguir investigando y visibilizar la enfermedad para que los afectados nos sintamos arropados y haya soluciones de cura cuanto antes».