El problema principal de los europeos sub-21 siempre fue el mismo. Da igual que la organice Georgia, Italia o Bielurrusia: los campos rara vez se llenan, las hinchada foraneas viajan poco y las contadas camisetas rojas que se ven en la gradas pertenecen a familiares y a chavales de Erasmus. El fútbol es bueno, eléctrico y alegre como la etapa que sucede a la adolescencia, y la oportunidad para presenciar a talentos florecer bien merece la atención del aficionado, pero son utópicos los intentos de despertar una emoción similar a los sofocos que provoca la absoluta al personal. Sin embargo, la final de esta Eurocopa, por ruido, tensión y fútbol, pareció un partido adulto donde, tras mil peleas y provocaciones, la joven España murió en la orilla de su sexto título continental.
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Inglaterra:
Trafford; Garner, Colwill, Harwood-Bellis, Aarons; Smith Rowe (Madueke, min.66), Gibbs-White (Archer, min.73), Jones, Gomes (Skipp, min.73); Palmer (Elliott, min.82) y Gordon (Doyle, min.82). -
España:
Tenas; Víctor Gómez (Barrenetxea, min.73), Paredes, Pacheco, Miranda; Blanco (Camello, min.83), Baena (Oroz, min.59), Sancet (Veiga, min.59); Rodri (Riquelme, min.59), Sergio Gómez y Abel Ruiz. -
Gol:
1-0, min.45+5: Jones. -
Árbitro:
Espen Eskas (NOR). Amonestó con tarjeta amarilla a Gomes (min.24), Colwill (45+6) y Trafford (min.74) en Inglaterra, y también a Baena (min.34), Sancet (45+6), Oroz (min.62), Denia (min.78) y Riquelme (min.86) en España; expulsó por doble amarilla Gibbs-White (min.70 y 90+12) en Inglaterra, y también con roja directa a Abel Ruiz (min.90+9) y por doble amarilla a Blanco (min.37 y 90+12) en España. -
Estadio:
Batumi Arena de Batumi (Georgia).
Recibía la marina Batumi a las dos selecciones favoritas en el último partido del torneo. Al fin una buena entrada en Georgia sin que jugaran los suyos; al fin parecía haber un ambiente digno de un día decisivo. En cambio, comenzó la final y el público, quizá aburrido, arrancó a hacer olas. Como si fuera un partido de pretemporada en un campo de béisbol norteamericano. El entorno y el contexto estaban lejos de ser idílicos, pero, al son del pitido inicial del sobrepasado Espen Eskas, el propio fútbol, escribiendo su azaroso presente, volteó la situación.
España pisó el verde y, aparentemente tranquila, decidió poner en marcha el plan que le había permitido seguir con vida en esta Eurocopa guadianesca. Con asociaciones veloces, salidas en corto y libertad en el último tercio de campo, justo el lugar donde la magia de chicos como Rodri o Baena es realmente peligrosa, el camino a la victoria parece más corto. La idea continuista tenía en efecto una repercusión relevante porque el ritmo del juego variaba al gusto de la medular de los de Santi Denia. Sin embargo, sin esperarlo, la selección recibió el primer golpe. Anthony Gordon -un diablo desde la mediapunta por el que el Newcastle pagó 45 millones al Everton- encaró a Víctor Gómez, le regateó como si este fuera un niño y obligó a Arnau a hacer su primera gran parada de la tarde georgiana. El miedo estaba sembrado; una Inglaterra brillante en defensa -no había recibido un solo gol en el torneo- demostraba ser peligrosísima al contragolpe. La jugada siguiente al primer susto, Gordon volvió a sortear a Gómez y puso un centro raso a un Gibson-White que entraba en el área como un búfalo. El del Forest, de manera inimaginable, no coordinó pie con balón. El 0-0 era un milagro.
Con el temor en el cuerpo, la selección se refugió en la posesión estéril de balón. Ya no era la misma; las cuchilladas inglesas le impedían enfrentar la final con valentía. Desde entonces, la sub-21 se acercó poco a la meta de Trafford, pero las dos veces que llamó a su puerta -por medio de un cabezazo de Paredes y un disparo lejano de Rodri– rozó el gol. Inglaterra, por su parte, siguió abrazando las transiciones veloces. Era un gigante sin debilidades: voraz por ambas bandas gracias a los talentosos Gordon y Palmer; incisiva por el medio con la claridad de ideas del 10 del Arsenal Smith Rowe. Y cuando más agobiaba a la pentacampeona del torneo, llegó el 1-0 británico. Un gol horrible, afortunado tras un lanzamiento de falta que lanzó Palmer, desvió la espalda de Jones, engañó a Arnau y acabó tocando la red; un gol al fin y al cabo. Además, en una demostración de tontería ingente, Palmer, que se creía el único autor del tanto, fue a celebrarlo al banquillo español, donde estuvo cerca de salir con los pies por delante sino fuera por el ejercicio de estoicismo de los suplentes de Denia.
Morir en la orilla de los 11 metros
España no superó tal puñetazo al mentón y, pese a poblar el área inglesa de camisetas rojas, ser devuelto a la vida una y otra vez por Arnau Tenas, mejorar en el último tercio del terreno de juego al introducir a Riquelme y Veiga, tirar mil centros e incluso provocar un penalti en el último segundo de juego, acabó hincando las rodillas en el césped del Adjarabet Arena. El penalti, una torpe patada de Colwill sobre Abel Ruiz que ratificó el VAR en el minuto 95, fue fallado por el propio delantero del Braga, que no consiguió engañar a Trafford. El rebote cayó en los pies de Aimar Oroz, que golpeó veloz y se topó de nuevo con el guardameta del Manchester City. Incluso hubo un tercer balón muerto en el área, pero daba igual, en ningún caso hubiera acabado cruzando la línea de gol inglesa porque hay días en esta vida en los que la mala suerte asedia al ser humano. España luchó contra las inclemencias del presente, generó las ocasiones suficientes para empatar el partido y tuvo un Potosí ante sí en el último suspiro que, de la manera más cruel posible, se esfumó antes de ser atrapado.