En el campamento de refugiados de Yenín, que el ejército israelí ha abandonado este miércoles tras dos días de bombardeos y arrestos casa por casa, acaban de improvisar un cementerio. Nueve de los 12 cadáveres —la mayoría de los fallecidos son milicianos— que ha dejado la incursión no cabían ya en los otros, así que yacen desde este mediodía en un descampado con la tierra levantada a toda prisa por una excavadora. Sin tiempo para preparar las lápidas, una hilera de ladrillos sueltos separa a cada mártir, como se denomina a los muertos en el marco del conflicto con Israel y figura en las precarias cartulinas junto a sus nombres. Amigos y conocidos rezan y se sientan al borde, en silencio y con los ojos enrojecidos. Los otros tres muertos han sido enterrados en una extensión del cementerio principal ―levantada hace tres años por falta de espacio―, donde se repite en árabe la cifra 2002, el año de la invasión del campo durante la Segunda Intifada, más cruda y extensa. La que acaba de terminar ha sido la primera en casi dos décadas en Cisjordania con bombardeos aéreos ―aunque limitados― y el despliegue de más de mil soldados, bulldozers y vehículos.
El Ejército israelí ha dado por terminada la operación a primera hora de la mañana de este miércoles, tras reagrupar sus tropas desde la noche del martes. Durante el repliegue, perdió un soldado. Se pueden ver señales de disparos en el balcón en el que fue alcanzado, y una mancha de sangre en el callejón donde lo auxiliaron sin éxito sus compañeros de armas.
La retirada ha llenado de personas las mismas calles que pocas horas antes recorrían los blindados. Se interesan por sus vecinos y conocidos, y fotografían los daños con sus móviles. El asfalto está levantado por el paso de los vehículos militares israelíes, hay decenas de coches calcinados y cada poco se observan agujeros en las paredes de las casas, unos centímetros a la altura del suelo. Los abrieron los militares, desde dentro de las casas en las que irrumpieron, para apostar allí a sus tiradores. Bajo casi todos hay casquillos de bala. Los bombardeos aéreos parecen haber sido localizados y con carga limitada. No ha vuelto el agua ni la electricidad, pero los miles de evacuados en la víspera ―mujeres y niños, sobre todo― han comenzado a regresar a sus hogares.
Las tropas se incautaron de cientos de explosivos y balas, así como de fusiles, y realizaron más de 300 interrogatorios, según datos del Ejército israelí. El estado de las casas, y los relatos de quienes vivieron las redadas, apuntan a un patrón de actuación: entraban forzando la puerta y congregaban a mujeres y niños en una habitación, mientras esposaban y vendaban los ojos a jóvenes y adolescentes. Algunos eran interrogados allí, con particular énfasis en pedir nombres y apellidos de milicianos; otros siguen arrestados. Los militares rompían azulejos, rajaban sofás y sillones, tiraban armarios y vaciaban cada rincón en busca de explosivos o armamento. Tres familias muestran los escondrijos vacíos de los que —aseguran— han desaparecido sus ahorros.
“Estaba ahorrando para la boda de mi hijo. Ahora, ¿qué hago?”, asegura Mahmud Al Gul, taxista de 60 años, mientras señala una trampilla forzada. La hucha de sus nietos también está vacía y rasgada por la mitad.
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Al Gul acaba de descubrir que su casa ―a la que hoy da la bienvenida un enorme agujero en la pared― fue bombardeada durante las 36 horas que pasó fuera del campamento. “Cuando me fui no estaba así”, dice. El interior es una sucesión de cristales rotos, armarios caídos y objetos por el suelo.
En las primeras horas de la incursión, cuenta, un grupo de soldados echó la puerta abajo y entró muy agresivamente. “Me levanté y les expliqué tranquilamente en hebreo que estaba desayunando con mis nietos y que no iban a encontrar nada”, explica mientras hace con los dedos un gesto de calma típico de la zona. “Sé hablar a los judíos [israelíes], he trabajado allí 21 años. Un soldado me dijo que era de Tel Aviv y que no quería estar allí, que solo cumplía órdenes. Cuando vio que yo era un ser humano y le hablaba en su lengua, se fue avergonzando poco a poco. Antes de irse, le di un abrazo y le dije: ‘Solo te pido una cosa: cuida de mis hijos”, añade. Aún no tiene noticias de los tres que se llevaron arrestados. Una de sus hijas le convenció entonces de huir del campo, como hicieron cientos de familias a otras partes de Yenín.
Su casa le recuerda hoy a 2002, cuando también fue bombardeada por el Ejército israelí. “Es muy duro tener las mismas imágenes y sensaciones”, dice. Uno de sus hijos bajo arresto tenía entonces cuatro años. “Desde aquel día se orinaba en la cama y se despertaba gritando por las noches, preguntando si las casas de los vecinos habían sido destruidas”.
Miedo y burlas
En el edificio de Abdel Karim Mansur, los soldados no tuvieron que forzar la puerta. Al verlos acercarse, la familia se alejó de la entrada y la dejaron abierta. Los 10 se habían juntado en el piso de abajo porque desde los altavoces de las mezquitas les exhortaban a evitar los pisos superiores, por los bombardeos de los drones. De repente, sintieron una explosión a la entrada (el boquete parece de un proyectil de mortero). Los soldados pusieron explosivos en la puerta, por temor a que fuese una trampa, y metieron a un perro con bozal. Mansur muestra en su móvil los gritos de mujeres y niños al subírseles el animal. “Lo primero que hicieron al entrar es burlarse de nosotros, por los gritos. Luego empezaron a preguntar dónde guardábamos las armas”, relata. En la cocina hay azulejos rotos a martillazos y en el piso de arriba, un medallón roto con la icónica foto de Yasir Arafat besando al que fuera líder espiritual de Hamás, Ahmed Yasín.
En las calles por las que cabían los bulldozers, el asfalto está muy dañado. Ese fue el principal motivo de que se cayese la electricidad la madrugada que comenzó la operación, explica Yazid Zudqi, responsable técnico de la rama de Yenín de la compañía eléctrica, mientras una decena de operarios trabaja para reanudar el suministro, en el suelo y subidos a una torre. Zudqi cifra en tres los kilómetros de cable eléctrico subterráneo dañado, además de cuatro transformadores. La primera fase, dice, es recuperar el suministro general y, la segunda, el de los hogares. En total, llevará unos cinco días.
Decenas de jóvenes transportaron los cadáveres de los muertos a las casas familiares para que sus madres y hermanas se despidieran de ellos antes de que fuesen enterrados. Algunos disparaban al aire con fusiles M-16 y Kaláshnikov o pistolas para mostrar ―tanto a los suyos como a Israel― que no han sido derrotados. En los accesos había obstáculos antitanques y explosivos con bombonas de butano para evitar la entrada de unidades especiales de incógnito. Un dron militar israelí sigue sobrevolando la zona.
Hoy, en el campamento, prima la resignación, la sensación de déjà vu. Mohamed Saadi, sin embargo, está enfadado. Su casa está patas arriba, con los juguetes de su hijo rotos y la silla infantil en el baño aparentemente empleada, al ser más baja, por el tirador militar para llegar al agujero. Dos cosas que parecen molestarle más que el boquete sobre la cama del dormitorio o la colecta familiar que ―afirma― le han sustraído. “Los israelíes siempre dicen que enseñamos a nuestros hijos a odiarlos, pero son ellos los que enseñan a nuestros hijos a que los odiemos”, protesta Saadi, de 35 años. “¿Tú crees que mi hijo va a crecer queriéndolos después de esto, de encontrarse sus juguetes rotos?”.
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