Entre la constelación de estrellas que puebla ese universo casi infinito llamado TikTok, las cuñadas brasileñas han encontrado su hueco. Y triunfan. Son esposas y novias de presos —cunhadas se llaman a sí mismas― que exhiben en vídeos cortos de factura casera los entresijos de su vida cotidiana, la mezcla de rutina, emociones e incertidumbre que acompaña cada visita a prisión para pasar unas horas con su amorcito tras las rejas.
Auténtica sensación causó el clip Dia de visita no xilindró (el equivalente brasileño a chirona en España o el bote en México). Una veinteañera supermaquillada con pestañas imposibles y las manos tatuadas cuenta que, por fin, va a visitar a su “boy” después de 45 días sin verse “porque estaba en aislamiento, le han pasado a [régimen] semiabierto y le han cambiado de cárcel”. Completados los trámites burocráticos, ella está ya dentro de la penitenciaría, no queda casi nada para el ansiado reencuentro, relata, cuando se desata la pesadilla. “Una policía simpatiquísima, mona, un dechado de empatía”, dispara desbordando ironía, “me dice: la máquina de rayos X está fallando. Visitas suspendidas. Añade que podemos hablar por teléfono 15 minutos”.
A partir de ahí, la cuñada exhibe un carrusel de emociones, la receta más aplaudida en redes sociales. Y, como esto es TikTok, un gatito se pasea ante la pantalla. Resultado: seis millones de internautas han visto el vídeo, que supera los 6.000 comentarios. Su autora, Mischa Lemos, tiene casi un millón de seguidores y ha conseguido convertir sus vicisitudes de esposa de un reo en fuente de patrocinios e ingresos. Su caso no es excepcional, pero tampoco generalizado.
Sí supone un cambio radical porque hasta hace nada nadie iba proclamando por ahí que era esposa de preso. Clip a clip, a menudo con raps carcelarios de fondo, estas mujeres entreabren una puerta a una realidad intramuros bien tangible que cada tanto salta a los titulares, pero con una cara teñida de sangre: la de los motines, las matanzas con tintes de barbarie o las torturas. Brasil tiene más de 900.000 personas en prisión (viene a ser uno de cada 100 hombres); las penitenciarías están atestadas y en condiciones lamentables. Solo China y EE UU le ganan en población carcelaria.
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La socióloga Fernanda Naiara Lobato, de la Universidad Federal de Ceará, investiga el fenómeno de las cuñadas en TikTok e Instagram para su doctorado sobre mujeres que mantienen relaciones amorosas o conyugales con hombres encarcelados. “Estas mujeres cuentan su vida cotidiana con el lenguaje de internet, con memes, con un humor y un sarcasmo que enganchan”, explica por videollamada desde Fortaleza.
Precisamente las cárceles de Ceará están estos días en las noticias por varios casos de torturas a los reos como romperles dedos o retorcerles los testículos. Recalca la investigadora el componente simbólico de que los maltrataran en el “cuartito del amor”, la sala de los vis a vis, “un lugar que un día significó algo muy distinto”.
Sostiene la socióloga Lobato que este fenómeno de las esposas de presos en redes logra varias cosas: uno, ahuyenta el estigma que rodea a los encarcelados y sus familias; dos, permite que fluya la solidaridad entre estas mujeres, que están construyendo una comunidad; tres, humanizan la experiencia carcelaria, y cuatro, intercambian información útil. Al final, demuestran que el mundo de las prisiones no está aislado del resto de la sociedad. Muchas de estas mujeres se quejan de que a partir de la entrada en la cárcel de ellos, a ellas también les cae una pena.
En TikTok poco detalle dan sobre sus compañeros, explica la investigadora, sobre todo hablan de sí mismas. En este ambiente, como en las colas de los presidios, nadie pregunta qué delito o acusación llevó a cada uno a la cárcel. Se considera ofensivo. Los códigos de las prisiones no se violan ni dentro, ni extramuros porque no sale gratis.
El grupo criminal más poderoso de Sudamérica, el Primer Comando de la Capital (PCC), que domina prisiones y favelas, empezó a usar el término cunhadas para las esposas de sus miembros (hermanos), pero se ha extendido para incluir a cualquier mujer que acompaña a un reo; las reclusas, en cambio, suelen ser abandonadas por parejas y familia.
Atestadas están las cárceles brasileñas. Si a principios de siglo los presos rondaban los 200.000, en poco más de dos décadas, la población reclusa se ha disparado hasta cuadruplicarse. La causa principal de que ahora superen los 900.000 es la ley antidrogas de 2006, que no distingue entre traficantes y consumidores.
El Tribunal Supremo ha dado señales de que pretende retomar el debate sobre la descriminalización de la posesión de droga para consumo personal. Ya hay fecha para analizar un recurso en ese sentido. La vista, inicialmente prevista para junio, ha sido pospuesta al 3 de agosto. Prueba de lo espinoso que resulta el asunto son los muchos años que el tema lleva congelado en la máxima corte brasileña. Los magistrados empezaron en 2015 a analizar la citada apelación —presentada por un hombre al que pillaron con tres gramos de marihuana—. Cuando tres de los once habían votado a favor, un cuarto juez pidió tiempo para estudiar mejor el caso. Y quedo ahí, aparcado. Ocho años han transcurrido. La expectativa es que los jueces aprueben alguna flexibilización de la ley de drogas. Los más optimistas sueñan que con pacten una cantidad concreta que distinga al consumidor del traficante.
El crimen organizado manda en las cárceles de Brasil, las gestiona. Es habitual que las autoridades pregunten a los detenidos si quieren ser internados en una prisión dominada por esta o aquella banda, así evitan las guerras carcelarias. Y la velocidad a la que innovan resulta asombrosa. Durante la pandemia, el PCC, que es una hermandad de criminales que premia el emprendedurismo, empezó a organizar las colas de visita vía Telegram para evitar aglomeraciones, según contaba recientemente la revista Piauí. Una especie de cita previa que se ha extendido a otros penales.
Las cuñadas que se asoman a redes sociales no denuncian violaciones de derechos humanos. Eso queda en manos de grupos como la pastoral carcelaria de la Iglesia católica. Estas influencers muestran su propia versión —edulcorada, como manda TikTok— de la vida familiar. Se graban mientras cocinan las comidas que van a llevar y colocan cada alimento en una bolsita transparente hasta completar platos como unos macarrones a la boloñesa o incluso un churrasco. Jumbo se llama en la jerga carcelaria esa bolsa transparente en la que les llevan comida, mudas nuevas, pasta de dientes… porque en muchas cárceles brasileñas falta hasta lo más básico.
En TikTok circulan, bajo la etiqueta #mulherdepreso o #soltaopresoseujuiz (suelte al preso señor juez), vídeos en los que muestran el sujetador y el perfume de la próxima visita íntima. O posan con el modelito de infarto con el que les gustaría franquear la puerta de la penitenciaría, pero está prohibido. Las prisiones imponen un atuendo a las visitas. El habitual, camiseta, mallas y chancletas. También aprovechan para satisfacer a los curiosos: enseñan cómo se carga la tobillera electrónica o detallan el dinero y las horas de viaje invertidas para hacer realidad el momento más esperado de la semana o la quincena. Y luego, sacan el móvil, se ponen monas y se lo cuentan al mundo.
En este universo paralelo, se reproducen dinámicas del real. Aunque la mayoría de los reclusos brasileños son mestizos o negros, las cuñadas más seguidas son blancas de melena bien lisa.
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