En Estados Unidos, país forjado a golpe de precedentes, los hay hasta para Donald Trump, cuya presidencia rompió todos los moldes. Para responder a la pregunta, recurrente estos días en Washington, de si podrá presentarse a las elecciones de 2024 o incluso mudarse por segunda vez a la Casa Blanca si gana en las urnas y si prospera alguna de las tres imputaciones a las que se enfrenta, hay que remontarse más de un siglo, hasta el oscuro caso de un candidato llamado Eugene Debs. Hizo en 1920 su campaña desde la prisión. Aspiraba a dirigir el país como miembro del Partido Socialista de América mientras cumplía una pena por violar la Ley de Espionaje de 1917 por pronunciar discursos críticos con el papel de Estados Unidos en la I Guerra Mundial. Solo sacó un millón de votos. En aquella cita, arrasó el republicano Warren Harding.
La Constitución estadounidense no solo no impide a Trump aspirar al cargo; tampoco contempla la prohibición de ser presidente a un condenado por la justicia federal, ni siquiera si ya está en la cárcel, salvo si ha acabado entre rejas por un delito muy concreto: insurrección. Es material de debate filosófico si el papel del expresidente en el asalto al Capitolio cae en los límites de esa definición. En el ámbito de la discusión judicial, está descartado: no ha sido acusado por ese delito en ninguna de las tres imputaciones a las que —por el momento— se enfrenta.
No, desde luego, en la primera, planteada en abril por el fiscal del distrito de Manhattan, el demócrata Alvin Bragg, por el supuesto pago de un dinero en negro por los abogados del expresidente a la actriz porno Stormy Daniels, con la que, según afirma ella, Trump mantuvo una relación extramatrimonial, que él niega. Los delitos electorales de los que se le acusan en Nueva York no son federales. Y tampoco está acusado de insurrección en la tercera imputación, conocida este martes, por sus presuntos intentos de invalidar, apoyado en un supuesto fraude demócrata, los resultados legítimos de las elecciones de noviembre de 2020, reforzando su papel como instigador del asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. Esta vez, un gran jurado de Washington lo acusa de conspiración para defraudar a Estados Unidos; conspiración para obstruir un procedimiento oficial, por manipular de testigos y por conspirar contra los derechos de los ciudadanos.
El de insurrección no está tampoco entre los 37 delitos detallados por el fiscal especial Jack Smith, nombrado por el Departamento de Justicia, en el pliego con el que ordenó su procesamiento en Miami el pasado junio por el caso de los papeles confidenciales que Trump se llevó sin permiso de la Casa Blanca a su residencia privada de Mar-a-Lago, en Florida. Sí le imputaron 31 cargos por infringir la Ley de Espionaje, por retención intencionada de información de defensa nacional contenida en otros tantos documentos; tres, por guardarse y ocultar papeles a las investigaciones federales; dos por falsedad; y el último, por conspiración para obstruir a la justicia con uno de sus empleados, Walt Nauta. Smith sumó a la cuenta este jueves dos cargos adicionales: obstrucción a la justicia y retención intencionada de información clasificada, por sus intentos de borrar imágenes de videovigilancia que muestran cómo Nauta movió las cajas por la mansión siguiendo órdenes del el expresidente.
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La previsión de impedir a un insurrecto ser presidente está contemplada en la decimocuarta enmienda de la Constitución. Aprobada en 1868, es famosa por ser la que otorgó la ciudadanía a toda persona “nacida o naturalizada en Estados Unidos”, también las que habían sido esclavizadas, y por garantizar la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Asimismo, prohibía al implicado en una revuelta ostentar ningún cargo civil, militar o electo sin la aprobación de las dos terceras partes de la Cámara de Representantes y del Senado. Ambas mayorías se antojan una utopía en el Estados Unidos de 2023, un país partido limpiamente por la mitad.
“Esa enmienda se redactó poco después de la Guerra Civil, y se diseñó para aleccionar a los rebeldes confederados, que se levantaron contra Abraham Lincoln”, explicó en una conversación telefónica con EL PAÍS el abogado de Nueva York Kevin O’Brien. Especializado en delitos de corrupción, O’Brien trabajó como fiscal federal auxiliar en el Departamento de Justicia en tiempos de Ronald Reagan.
Reglas de decoro
El historiador Russell L. Riley, codirector del centro Miller de historia oral sobre presidentes de la Universidad de Virginia en Charlottesvile, está de acuerdo en que la ley no le impide presentarse a una campaña en la que parte como favorito para la designación republicana y en la que todo indica que volverá a verse las caras con Joe Biden, que se presenta a la reelección. “Pero es sobre todo porque nadie pudo prever una situación como esta. Trump es un presidente cuyo comportamiento, sencillamente, supera todas las reglas del decoro que se les supone a quienes ocupan ese cargo”.
El analista político Robert Reich, que fue entre 1993 y 1997 secretario de Trabajo en la Administración de Bill Clinton, escribió la semana pasada en su influyente newsletter que “alguien que ha tratado de derrocar al gobierno de los Estados Unidos no puede ser presidente”. “No hay necesidad de esperar el resultado del proceso penal pendiente en relación con el 6 de enero para impedirle presentarse a la Casa Blanca”, continuaba Reich. “Está inhabilitado para servir como funcionario electo de Estados Unidos”.
Lo cierto es que la comisión bipartidista que investigó durante 18 meses su papel en el asalto al Capitolio redactó un voluminoso informe tras interrogar a un millar de testigos y de revisar más de 100.000 documentos. En el informe se proponía que se lo acusara de cuatro delitos, incluido el de incitación a la insurrección (los demás eran conspiración para emitir un falso testimonio y para defraudar a Estados Unidos y de obstrucción de un procedimiento oficial del Congreso, la certificación del triunfo electoral de Joe Biden que estaba en marcha aquel seis de enero). También sugirieron de forma unánime que se le inhabilitara para el desempeño de cualquier cargo público.
El fiscal especial Jack Smith ha recogido en muchos sentidos el guante del trabajo de esos nueve congresistas (siete demócratas y dos republicanos), pero no ha ido tan lejos como para hacer caso a la recomendación de la inhabilitación. El fiscal general, Merrick Garland, lo nombró en noviembre pasado para ahuyentar la sospecha de que la persecución legal podía estar ocultando en realidad, como sostiene Trump y creen sus seguidores, una “caza de brujas” política, así que se aprecia un esfuerzo de Smith por proceder con cautela.
Esa cautela también se refleja en los plazos procesales. El juicio por el caso Stormy Daniels no empezará hasta marzo, si no hay retrasos. Es decir, dos meses después del inicio en Iowa de las primarias. El 5 de marzo está prevista la celebración del Súpermartes, día decisivo en el que coinciden las primarias y caucus de 16 Estados, de Alaska a Virginia. La jueza Aileen Cannon, encargada de dirigir los trabajos del gran jurado de Florida que lo juzgará por su manejo de los papeles de Mar-a-Lago, ha fijado para el 20 de mayo el comienzo de ese caso. Esto es (y, de nuevo, si no hay retrasos): apenas dos meses antes de la convención republicana en la que el partido escogerá su candidato en Milwaukee (Wisconsin).
Si Trump resulta, como parece, elegido, y además gana las elecciones, a Reich y a los que, como él, piensan que un presidente estadounidense no puede ejercer en mitad de tanto fango procesal o desde la cárcel —desde la que, por ejemplo, no podría revisar material clasificado—, les queda plantear otro impeachment (el tercero al que se vería sometido) o pulsar el botón nuclear de la vigesimoquinta enmienda, que permite al Gabinete destituir a un presidente que no puede desempeñar sus funciones. Ese recurso estaría justificado en la evidencia de que una persona en prisión no puede llevar las riendas de la principal potencia del mundo. Hay otras dos opciones: que Biden, derrotado en las urnas, lo indultara para no interponerse en la decisión del pueblo o que el propio Trump se perdonara a sí mismo o conmutara la pena.
En este país forjado a golpe de precedentes, para encontrar uno para la vigésimoquinta enmienda hay que remontarse al asesinato el 22 de noviembre de 1963 de John F. Kennedy. Pese a que le bastaron dos horas a Lyndon B. Johnson para jurar el cargo y atajar el caos que se estaba incubando, lo cierto es que, técnicamente, la Constitución no preveía qué hacer en el caso de que un presidente falleciera, renunciara o no pudiera cumplir con el deber del cargo. Con la aprobación de Nevada — trigésimo octavo Estado en hacerlo —, la enmienda salió adelante en 1967.
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